Se han apagado
en la noche los últimos vencejos de San Lorenzo. Aquel
recuerdo: «Niño, no se pueden matar, porque son los que le
quitaron las espinas al Señor».
Se han encendido los grillos de calorina,
búcaro y sandía.
Voy por la ciudad sosegada y en calma en
esta hora de nocturna en la plaza del Arenal. De tapas de
caracoles en las terrazas. De turistas paseando en un
coche de caballos. Casi van a dar las doce y pasa un
lento, soñoliento coche de caballos. Sus cascos suenan
como una nana para que la ciudad coja el sueño, a pesar de
esta calor. Un sonido antiguo. Sonido de una Sevilla de
murallas con tranvías por la ronda, de patios de vecinos
con diteros y sevillanas corraleras. Sonido de viejos
jazmines que no se marchitaron, porque cada verano vuelve
a brotar la flor de la memoria.
Suenan a verano antiguo, a vieja Sevilla,
los cascos del caballo del pesetero de los turistas.
Barrunto que por San Lorenzo estos vencejos que ahora
duermen junto a los magnolios y las damas de noche han
vuelto a quitarle las espinas al Señor. Las espinas del
tiempo que son su corona. El tiempo también pinta. El
tiempo también esculpe. El tiempo también reza. De mirarte
tanto y tanto, Señor, Sevilla oscureció tu cara. Tez negra
en la ciudad de la luz. Perenne oscuridad de Madrugada, de
Gavidia, de Castelar, de Postigo, a la que ahora le ha
llegado de pronto una luz de Museo. A la cara del Gran
Poder han vuelto a darle las claras del día de una luz de
Sevilla antigua. Luz de amanecer para la cara del Señor en
esta Sevilla de verano antiguo, con cascos de coches de
caballos que le cantan la nana de siempre a los nazarenos
muertos que siguen yendo a San Lorenzo, rito y regla, por
el camino más corto, desde la cancela de par en par de la
memoria.
Yo miro ahora la cara del Señor. Esa cara
que impresiona. ¿Quién es tan orgulloso que puede
mantenerle la mirada Al que creó estos sonidos lentos del
jazmín y del dondiego de la noche de verano de Sevilla?
¿Quién se fija en los detalles?
-¿Te gusta cómo han dejado al Gran Poder?
-Con tal de que el Gran Poder no nos deje,
¿qué más importa su color?
El Gran Poder tiene su color de siempre:
color tinieblas. Como la cera de sus nazarenos. Color de
luz de la mañana. Como su paso racheado por el Museo,
cuando los vencejos bajan a quitarle las espinas de su
corona, enverdinada de lágrimas de madre, de recias
lágrimas de hombre. No, no le han cambiado el color al
Gran Poder. No hay restaurador en el mundo que le cambie
el color a la fe de Sevilla, al misterio de la encarnación
de la encarnadura de Dios entre nosotros, tal como lo
soñamos. El Gran Poder sigue teniendo el color de Quien
creó el arco iris, y las claritas del día de naranjos en
flor, y el sonido de los cascos de los caballos en estas
noches lentas de novilladas en un Arenal por cuya Puerta
volverá a pasar de Madrugada, moreno de rezos, bronce de
promesas.
Está de besamanos el Señor de Fray Diego de
Cádiz, de El Mogro, del Cardenal Spínola, de Manolo
Vázquez, de Antonio Tello, de Miguel Lasso, de José Morón,
de Juan del Cid, del padre de Rafael Montesinos, de mi
alfayate. En su Señorío de Sevilla, es como si en su
color, ahora tan sepia, aventadas las cenizas del cisco,
el tiempo no hubiera pasado. La ciudad soñada aún existe.
Sueña ahora, cuando se han apagado los vencejos y se han
encendido los grillos. Con su color de siempre, desde un
verano antiguo de coches de caballos, mira y mira a
Sevilla su Señor, vencedor del tiempo.
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