Toda la tristeza de los hombres cabe en los ojos de un perro abandonado. Y sobra sitio. Tal he pensado mientras leía ayer en ABC la impresionante carta al director "Él no lo haría", que don Antonio Lozano Herrera dirigía a quienes abandonan perros: "A ti, que un mal día decidiste adoptar a un perrito, creyendo que comprabas un osito de peluche". Es tiempo de verano, cuando familias sin conciencia dejan a los abuelos ingresados y a los perros abandonados en la calle o en una cuneta.

Conozco esos ojos de los perros abandonados porque, aunque soy de la fiel observancia gatuna, Laura, viniendo de hacer la plaza con una sandía bajo el brazo, se presentó la otra mañana en casa con un delicioso perrito cojo bajo el otro brazo. Laura, a quien quizá conozcan de "Gatos sin frontera" y "Alegatos de los gatos", es la señora que trabaja con nosotros y que se queda de institutriz de Romulito y de Remo cuando nos vamos de viaje.

Por las calles del barrio, aquel perrito de ojos tristes había sido protagonista de una historia de abandono como la que narra el señor Lozano. Hasta que lo encontró Laura y se lo trajo a casa. Probablemente sería el regalo a un niño por sus buenas notas, como un peluche sin alma, dejado a su suerte cuando la familia se fue de veraneo.

Laura sabe que nuestra casa es territorio escriturado por el notario que cada gato lleva en las glándulas con las que marca sus terrenos. Por eso encerró al pobre perro inclusero en la cocina, para que ni Romulito ni Remo se liaran a gañafotes con el ocupa cojito. El pobre perro daba pena. Canelita y blanco, su color estaba manchada por la grasa de los coches. Más que cojear, arrastraba los cuartos traseros, con una patita inutilizada. ¡Daba una penita! ¿Lo había cogido un coche? Quizás. Laura le dio leche en un tazón de los gatos. Le puso en otro tazón croquetitas del pienso gatuno. Lo devoraba todo. El canino estaba canino. Desconfiaba de todo. Lo miraba todo con sus inmensos ojos de tristeza y miedo. ¿Qué hacemos? Si no hubiera gatos en casa con territorio marcado, este como cruzado de cocker, como mixto de perdiguero, tan perroniño, se quedaría aquí. Hay, pues, que curarlo y buscarle acomodo.

Isabel mi mujer lo tuvo claro: si "él no lo haría", fagamos con este perrito lindo lo que quisiéramos que hicieran con nuestros hijos. Llamamos inmediatamente a pedir cita a Eva Díaz Alférez, la veterinaria loreña que en su clínica de Bormujos es la médica de familia de Remo y Rómulo. Y llamamos a Encarnación Lasida, también loreña, la ATS del doctor Cariñanos, seguros de que iba a convertirse en familia de acogida. Así fue. A la consulta de Eva llegamos al mismo tiempo Encarnación y su hija María Coronel, y nosotros con Canelito. Nombre que le puse al lindo perro cojito, de cabeza avellana, como homenaje a la fidelidad de Canelo de Cádiz. Eva, con su mimo maternal, lo auscultó, lo desparasitó, vio que tenía lombrices para parar trenes. Y que su cojera era resultado de un palo que le habían dado en la columna vertebral. Por fortuna, tenía sensibilidad en las patas traseras. De milagro no lo habían dejado parapléjico. Por la dentición calculó que no tendría más de dos meses, el pobre. Eva le dio antiinflamatorios, antibióticos. Y mucho cariño. El que le prodigan desde aquella mañana Encarnación y María, que se lo llevaron maternalmente a su casa. Donde ahora Canelito vive feliz y hasta ha rejuvenecido a Lola, la vieja perra de la casa, que lo ha prohijado. Aunque huye despavorido cuando ve el palo de una fregona, la alegría ha vuelto a los ojos de Canelito. Ojalá en su calvario cada perro abandonado se encontrara a estas santas mujeres, Laura, Isabel, Eva, Encarnación y María, como se encontró Canelito.