Me la estoy
jugando. ¿Pues no que les llamo locos a los enfermos
mentales? Soy tan políticamente incorrecto que para mí
los disminuidos físicos son cojos, y hasta digo de mí
que soy tartaja, no disminuido locucional. Llamo loco al
que Sevilla, en su vieja galería de espejos deformados,
mienta como El Loco de Los Remedios. En la ciudad
enajenada y degradada, hasta su Muy Literaria Galería de
Dementes está degenerando. Los locos no iban a ser
excepción. Los loquitos de antes no asaltaban a las
señoras cuando les daban el pernocta en el manicomio.
Sevilla entera los cuidaba, en su condición de
personajes callejeros. Eran loquitos simpáticos. Y hasta
sublimación de un cierto ideal de humor. El apócrifo
Marqués de las Cabriolas puso en su chalé de Nervión su
Manicomio de Er 77. Los concurdáneos de don Luis
Martínez Vice iban allí a la priva, a beber a gusto y
olvidar los disgustos de la Sevilla del 40. El Pali
cantaba a la Sevilla del 40 y los curdelas de Er 77 se
hacían los locos ante la Sevilla del 40. Había allí un
guardarropas de disfraces: cada cual se vestía del
Napoleón de turno, y así ataviados salían a despedir a
los invitados hasta la parada del tranvía, del 25.
Y nada digo de El Loco Amaro, cuyos
sermones son el Discurso de la Verdad de Mañara, pero
con guasa. Loco Amaro que al cardenal que hizo la
escalera de jaspe del palacio arzobispal le dijo que era
más que Jesucristo, porque en vez de convertir las
piedras en pan para los pobres, había convertido el pan
de los pobres en piedras. Eran los nuestros locos muy
literarios. Cervantes nos habla del que iba por Sevilla
inflando perros con un canuto. Ojo, inflando perros, no
inflando a las señoras de puñetazos.
Arquetípico fue El Loqui de Triana, que
era el loco de plantilla de la Ciudad de los Señoritos,
de los 50 a los 70. El Loqui había querido ser torero,
con El Maravilloso, con Silvestre, con toda la trupe que
paraba en El Traga. El Loqui de Triana le pegaba a la
gente, cierto. Pero de mentirijillas. Hacía amagones.
Guiñás. Simulaba que le iba a dar un guantazo a alguien,
pero no llegaba nunca al golpe, sólo al susto, pues
adrede erraba la trayectoria del puño. El susto se lo
llevaba, claro, el que se veía delante al Loqui de
Triana con sus ojitos de macandé, levantándole la mano.
Eran amagones y guiñás de peaje, de guasa. Los señoritos
le daban dinero al Loqui para que señores que no le
habían hecho nada se guiñaran con sus guiñás. Los
señoritos que iban de farra con El Loqui de diversión
escogían a la víctima, se escondían para observarlo y le
decían:
- Loqui, toma veinte duros y pégale una
guantá a aquel cura que le está comprando el «Ya» a
Curro el de los periódicos.
Y llegaba El Loqui, se acercaba muy serio
al cura, lo miraba con los ojos desencajados, le
levantaba la mano... ¡y el amagón de guantá! Y los
crueles señoritingos vagos que tanto daño hicieron a
Sevilla, tirados de risa con la supuesta gracia, con la
que el pobre Loquito se llevaba veinte pelotes para su
casa.
El Loco de Los Remedios no tiene ni
gracia, ni leyenda ni literatura. Es el triste resultado
de la alegría de aquel «Salta la tapia» con que en la
transición se hizo la más nefasta reforma psiquiátrica
en nombre del progresismo de pandereta. Consistió
sencillamente en cerrar Miraflores como manicomio y
dejar a los locos sueltos, con sus familias. Este Loco
que tiene atemorizado al mujerío no debía estar en Los
Remedios, sino en el Psiquiátrico, donde lo ha enviado,
por fin, la Fiscalía. Aunque a un tipo de progres
revenidos que me conozco, tan les parece lógico que
anduviera suelto, que como dicen que El Loco va a salir
de Rey Mago en la Cabalgata, quieren que no sea el de La
Colina, sino el de Los Remedios.