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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Ascensorista en La Habana

 

Fue en La Habana, en los años esplendorosos de la dictadura de Castro, tras la gran zafra, cuando los rusos le comían en la mano al Comandante en Jefe por haber hecho de Cuba una URSS con palmeras. Años en que Fidel aún no había convertido a Cuba en burdel de Europa, con los dólares del turismo sexual. Años en que casi no había turismo en la isla. Apenas unos locos canadienses, o algunos comunistas españoles en turismo ideológico. O soñadores que, como servidor, a pesar del dictador, querían conocer la hermosura colonial de la isla y la guasa cubana del Carnaval habanero (modelo Tenerife) y del Carnaval de Santiago (modelo Viña). Fiestas que Castro había trasladado a julio, para que no coincidieran con la zafra de la caña.

Nos alojamos en un muy literario hotel de La Habana. En el Capri, de Vedado: calle 21, entre La Rampa y el Nacional. El hotel que levantaron los gángsteres de casino, garito, pistolón y ajuste de cuentas que evoca Mario Puzo en "El Padrino". Y una noche que nos habían invitado a una recepción oficial, nos pusimos nuestro sevillanísimo traje de mil rayas, a modo de etiqueta colonial, en aquella revolucionaria e igualitaria Habana proletaria, donde lo más refinado era la guayabera de manga larga. Guayabera a la que por Andalucía la Baja llamamos cubana, cuando es prenda de todas las Antillas y de todas las orillas estadounidenses, mexicanas y sudamericanas del Golfo y del Caribe.

En el viejo hotel de los gángsteres había, como en toda Cuba, restricciones comunistas a la libertad: uno de la Secreta en cada esquina y un delator Comité de Defensa de la Revolución en cada manzana. Y dentro de cada ascensor del hotel, una vieja funcionaria en un taburete, para controlar entradas y salidas. La ascensorista no te dejaba subir desde Carpeta ni bajar desde tu cuarto sin verificar tu tarjeta de huésped. Y con nuestro traje de mil rayas, camino de la recepción oficial, llegamos hasta el ascensor en nuestra planta del Hotel Capri. Lo llamamos, llegó, se abrió la puerta, entramos, y al vernos encorbatados y trajeados de mil rayas, a la ascensorista-policía, a la funcionaria del Partido, no sin un deje de nostalgia por todo lo perdido, le salió del alma una exclamación que no se nos olvida:

-- ¡Ay, caballero, qué tiempos! Así, así como usted va vestido iban aquí los hombres antes del triunfo de la revolución...

Volví de Cuba. Prometí no regresar hasta que hubiese libertad. Le escribí a la capital antillana un piropo gaditano en forma de habanera y me olvidé de la policial ascensorista de Hotel Capri. Hasta la otra mañana, yendo hacia Madrid en el Ave. El tren paró en Córdoba y subió un caballero extrañamente vestido para los tiempos y el mal gusto que corren. En aquel vagón de descamisados o encamisetados, muchos con pantalones cortos, otros con esos calzones ni cortos ni largos que aunque llaman piratas no parecen para el abordaje de navíos con tesoros, sino para ir a pescar ranas... En aquel vagón de gente de trapillo, de camisetas sin mangas con sudorosos y peludos sobacos fuera, sin una sola chaqueta ni una sola corbata, entró de pronto aquel atildado y elegante caballero mayor cordobés, impecable con su celestón traje de mil rayas a tono con su corbata azul. Comprendí entonces perfectamente el suspiro de añoranza de la policial ascensorista de La Habana, hace ya veinte años largos. Quién me iba a mí a decir entonces que iba a sentir aquí en esta España degradada lo que ella en la vieja Habana colonial tomada por los comunistas. Como que hasta estuve por acercarme al caballero del mil rayas, y entre viajeros en camiseta de baloncesto, calzonas y chanclas despatarrados por el vagón, decirle con el mismo deje de nostalgia de la ascensorista habanera:

-- ¡Ay, caballero, qué tiempos! Así, así como usted va vestido iban aquí los hombres antes del triunfo de la revolución...del mal gusto y de la ordinariez.

 

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