Ran, cataplán,
por los balcones con geranios de la calle Capuchinas, los
tambores macarenos rompen el silencio de sagrario de
monumento del convento de Santa Rosalía en esta prima
noche de Jueves Santo, cuando se empiezan a ver los
primeros nazarenos de ruán que por el camino más corto van
a herirnos la memoria.
Ran, cataplán, hacia San Lorenzo, la
Centuria viene de rendir ante Sor Angela sus lanzas
vencedoras de todas las guerras del Rubicón de
Anchalaferia. Su capitán trae desnuda la espada que
enderezó todas las ruedas de calentitos de los desayunos
de cuartelada y aguardiente de La Encarnación. Vienen, ran,
cataplán, en son de paz y concordia, a rendirse ante El
Que Todo lo Puede, para que tras verlo salgan llorando las
legiones de Roma, con sus tíos como castillos de
Sant´Angelo.
Ran. cataplán, bajo un naranjo en flor,
estoy ahora viendo llegar a la Centuria con su triunfal
tamborería. Hidalgo, el cabotambor, borda redobles. Suena
«Abelardo» en la trompetería. Y al frente viene, Senatus
Populusque Macarenus, el capitán Pepe el Pelao. Sobre la
coraza donde no le caben ni su alma macarena ni su
generoso corazón, tintinea la medalla de oro del Ateneo.
Lujerío popular en su plumerío. Bajo ese casco de
verdadero centurión falso de la Farsalia, la cabeza de un
senador romano. Mágicas rupturas sevillanas de la lógica:
manda la Centuria, que aún no son 100, uno completamente
calvo que llaman El Pelao. El primer Pelao no fue este
calvo tribuno de la plebe de los Callejones. Fue su padre,
placero de la Feria. Se peinaba tufos toreros. Hasta que
un día le dio el avenate y se los cortó. Desde aquella
mañana fue El Pelao. El que se había pelado los tufos.
Como ahora su hijo José López Fernández es el que se pela
todas las guardias y rondas de gracia por amor al
Sentencia y a la Esperanza.
Viene Pepe el Pelao mandando la Centuria,
ran, cataplán, qué arte, Roma andaluza, qué lujerío del
plumerío. No es que tenga cabeza romana de mármol de
Itálica. Es que es un senador romano movilizado por su
amor a la Esperanza. Lo supe por la crónica latina de
Joselón Ortega Espeleta, que precisamente estaba en
Jerusalén haciendo unas fotos de las bodas de Canáa.
Joselón oyó a Pilatos en el mismísimo pretorio de su Casa,
e hizo el revelado de lo que le dijo al Pelao. Quien
estaba allí en Jerusalén con un puesto de berza en la
Feria, esquina a la calle Amargura. Y con él, todos los
verdaderos romanos falsos de la Bética: Pepe García;
Hidalgo con su banda de cornetas y tambores; El Mono con
El Pájaro; Manolito Loreto; el niño de Paco Ramos y el
niño de Juanita Reina; uno jovencito, Ignacio Guillermo,
qué gandinga de arte. Y cuando Pilatos endiqueló la calva
clásica del Pelao con su tropa, le dijo:
-Pepe, hijo, toma: ahí tienes la Centuria.
Llévatela a Híspalis y haz con ella lo que te dé la gana.
Lo que hizo, ya lo sabemos: engrandecer la
Centuria, a mayor gloria de La Que Está en Sal Gil y de su
Sentenciado Hijo. Continuar la dignificación del armao que
inició El Melli. Y sentirse tan centurión de Roma, que le
decía a Juan Ruiz Cárdenas:
-Ay, Juan, si yo pudiera entrar con mi
Centuria en La Campana, pero en una buena cuadriga con dos
caballos blancos...
Pura romanidad de la Macarena, más César
que Julio César, Pepe el Pelao ha rendido su último
servicio. Habrá llegado a esa eternidad tan perfecta que
siempre Pasa la Macarena, por eso le llaman la Gloria. Y
llevándose el puño derecho al corazón, se habrá cuadrado
ante la Esperanza, en el saludo centuriano que inventó,
diciéndole: