ESTÁ en un
ángulo claro del escritorio. Todos los días, desde
su silencio, escucha el tecleo que va levantando
este artículo. Es una hoja de azucena. Por su
verdosa color de bronce, tan gitana, parecería más
bien una hoja del ficus de la plaza de Argüelles
que cada Miércoles Santo se inclina ante la corona
de Madre de Dios de la Palma. Por su verdosa color
de bronce, parecería más bien una hoja del
magnolio catedralicio de la esquina del Alfolí, el
que el Viernes ve alejarse la corona de la Virgen
del Patrocinio. Pero yo sé que esta hoja no es de
magnolio ni de ficus. Es una hoja de las jarras de
azucenas de la Giralda. La magia del otoño del
tiempo la trajo un día hasta mi escritorio, y aquí
está, sin que hasta hoy haya amarilleado nunca, en
un eterno mayo. Me lo dice su leyenda inscrita en
el bronce: «Hoja del ramo de azucenas de la
Giralda. Restauración 1981. A don Antonio Burgos.
Fecit F.Marmolejo».
Hoy la hoja del ramo de azucenas de
la Giralda ha amarillecido en la soledad del
escritorio. Las manos que labraron esta hoja para
desafiar a los vientos, manos de platero, manos de
orfebre, manos de coronas de Vírgenes, manos de
camarines, manos de miniaturas de delanteras de
paso, están ya definitivamente juntas, bajo la
leve tierra romana de Santiponce. Las manos de un
artista de Sevilla: Fernando Marmolejo. Las de los
cielos que ganamos cuando hizo en plata el camarín
de la Esperanza. Las que llenaron tantas antiguas
exposiciones de estrenos en el Salón Colón del
Ayuntamiento: juegos de varas, astas de senatus,
respiraderos, coronas, aureolas, puñales de
Dolorosas, casquillos de la Cruz, relicarios,
lignum crucis. Manos de plata de un artista
sencillo, humilde. Aún lo estoy viendo con su
largo abrigo, en aquel congreso de largos abrigos
arrecidos de la tardes de Cabalgata, junto a
Pepito Caramelos. Marmolejo vivió una Sevilla
dura, presente siempre el callado dolor de la
muerte de su hermano en los días más trágicos. A
su hermano, la hoz y el martillo le trajeron la
muerte. A Fernando, el tas y el martillo, el
humilde martillo de platero, le dieron la vida, la
efímera gloria sevillana de un viejo sol
iluminando el oro nuevo de sus coronas para
Encarnación de la Calzada, para Salud de San
Gonzalo.
Maestro de artesanos, nunca gastó
soberbias de artista. Y eso que era medio compadre
de los Reyes Magos, a los que le labró un
relicario con todas sus noches de ilusiones y
tardes de desengaños. Y eso que era medio paisano
de Argantonio. Más que por Roma, yo creo que
Marmolejo se fue a vivir a la vera de Itálica,
dejando su Macarena, para pisar la misma tierra
del Tartessos donde reinó Argantonio. ¿Un viejo
comunista convertido en monárquico del Rey
Argantonio? Pues sí. Las cosas de Sevilla. La
calle Sierpes hizo Rey de los Bolsos al
republicano Ángel Casal y el fondo de cabaña del
Carambolo hizo monárquico de Tartessos a Marmolejo.
¿O era en realidad el último orfebre de Tartessos?
De los brazaletes y pectorales del oro del
Carambolo, ¿cuál era el original y cuál la copia?
¿No sería que Carriazo se encontró la réplica del
tesoro que Marmolejo había labrado para su Rey
Argantonio, en oro de manzanas del Jardín de las
Hespérides? Como el otro tesoro que labró para su
Reina, La Que Está en San Gil. ¿Puede hacerse
teología con un martillito de platero? Sí, padre.
Marmolejo la hizo. Había labrado ese trozo de
cielo macareno que es el camarín de la Esperanza y
fue a conocerlo Florentino Pérez Embid. Y fue
cuando, viendo cómo la Belleza de Frente y de
Perfil se reflejaba en la plata de las paredes de
su argénteo cielo, Florentino dijo aquella frase
que el ángel de la Anunciación no la mejora:
-Verdaderamente, ésta es la Madre
de Dios...
La pronunció porque el desconocido
y modesto ángel de aquella anunciación macarena
fue el mismísimo platero del bronce eterno de las
azucenas de la Giralda.