DÍAS de dorado
otoño. San Miguel. Un San Miguel sin
Feria de San Miguel. Los toros de esta
Feria los ponen ya siempre en sus días
sin farolillos de San Miguel. Las
semanas que se acercan quizá sean las
más hermosas para ver Sevilla. Cada
vez que me lo preguntan así lo digo:
—¿Cuál es la mejor
época para visitar Sevilla?
—El otoño.
Es una cuestión de luz.
Sevilla con esta luz de otoño es una
vieja dama, que a pesar de todo lo que
la están haciendo sufrir conserva su
hermosura. Sevilla con la tópica luz
de primavera es una muchacha que te
deslumbra; brilla tanto que no la
puedes saborear con calma. Para ver
Sevilla me quedo o bien con las largas
tardes del verano o con estos días que
cuando llega el día de San Jerónimo se
nota ya a chorros cómo se acortaron.
Vendimia de luz. Verdeo de luz.
Granada abierta de luz. He aquí el
encanto oculto de Sevilla en estas
fechas. O de lo que queda de Sevilla.
Porque la Plaza del Pan, tal como la
han dejado a la pobre, comprenderán
ustedes que está igual de horrorosa
con luz de primavera, con luz de
verano o con luz de otoño. La Avenida
abosniada, mitad Bagdad, mitad Líbano,
ya me contarán ustedes cómo está con
luz de otoño. Tan de pena como en el
verano y como habrá de estar en el
invierno, Madre mía de los Reyes, los
barrizales que nos esperan...
Y si son hermosos estos
días de luz de otoño en Sevilla, nada
digo en las playas. La costa de
Andalucía la Baja encierra un Miami,
una Florida, un Caribe que muchos
desconocen. La gente se va a Santo
Domingo buscando unos días de sol y
tranquilidad, un clima, que se
encuentran mejores, más baratos y más
nuestros mucho más cerca en nuestro
otoño playero. Basta irse unos diítas
a la Playa Victoria de Cádiz, a La
Antilla, a Punta Umbría, al Puerto.
Maravilla de playas desiertas, con el
encanto de los establecimientos del
letrero de «abierto todo el año».
Deliciosas mareas bajas sin la Yénifer
y sin el Iván, sin el niñato jugando
con la jodida pelotita y sin el
altavoz de música tecno del chiringo a
toda pastilla.
Me he venido unos días
a Matalascañas, de la que me saben
socio fundador, y he comprobado no
solamente la maravilla de luz del
otoño andaluz, la seguridad del clima
tropicalito de este Caribe que tenemos
tan cerca y no solemos usar fuera de
temporada, sino que además me he dado
cuenta cómo en cuestión de días puedes
pasar del horror a la envidia. Lo
explico.
Hace apenas 30 días, en
pleno agosto, sonaba el teléfono
móvil, al amigo que te llamaba le
comentabas que estabas en Matalascañas
y automáticamente te decía:
—¿En Matalascañas? ¡Qué
horror! ¡Cómo tiene que estar eso de
gente, qué incomodidad!
Sin que tu apartamento
se haya movido una cuarta. Sin que
hayan tenido que cambiar ni el mar, ni
la Piedra, ni los pesqueros de bajura
del horizonte. Basta que hayan pasado
unas semanas, de final de agosto a
final de septiembre, para que ese
mismo amigo, cuando te llama y le
comentas que estás en Matalascañas, te
diga automáticamente:
—¿En Matalascañas? ¡Qué
maravilla! Hijo, cómo te envidio, lo
bien que se tiene que estar ahí... Ay,
si yo pudiera hacer como tú, irme a
escribir a la playa, ahora que está
tan tranquilita...
Si el trabajo se lo
permite, les brindo la idea. Váyanse
unos días al chalé de Punta Umbría, al
apartamento de Mazagón, a una oferta
hotelera baratita de Cádiz. Llamen a
todos los amigos desde allí, desde
este Caribe playero de nuestro
delicioso otoño. Se morirán de
envidia.