Sobre 
                        los cañizares y juncias de la orilla, parece que el 
                        trocotroco del cansino jerrequejerre de un motor 
                        marinero está desgranando en la voz de María Dolores 
                        Pradera la canción que inspiró «La piel del tambor» a 
                        Pérez Reverte:
                      
                        La goleta en el río
                      
                        se bambolea,
                      
                        que viene de Sanlúcar
                      
                        con la marea...
                      
                        Una goleta antigua y 
                        sentimental sube el Guadalquivir por la orilla de Coria. 
                        Por donde chorreaban Mississippis de sirgas y areneros 
                        las lentas aspas de las ruedas de los vapores que 
                        bajaban a Sanlúcar desde las chaquetas blancas de la 
                        trianera escalerilla de Tagua.
                      
                        Antes han subido un 
                        carguero liberiano, un portacontainers con matrícula de 
                        las Islas Vírgenes, un cementero portugués. Está la 
                        marea alta. Está vivo ese pulso de la mar que le llega 
                        dos veces al día al río de Sevilla. Ahora sube la 
                        goleta. Qué bien pareces, Guadalquivir, en esta orilla 
                        coriana, con la goleta. La mujer que quiero me ha he 
                        hecho el regalo de traerme a este paisaje, pues cuando 
                        lo conoció se acordó de mí. Han puesto un restaurante en 
                        la antigua fábrica de caviar de los Ybarra. El caviar 
                        coriano que le ganó al beluga del Irán y de todas las 
                        Rusias en la Exposición Universal de París de 1925. El 
                        restaurante, un edificio de nueva planta pegado a la 
                        tierra, entre la carretera y el río, lleva el nombre 
                        latino del esturión: Esturio. Y han tenido el paladar de 
                        poner un museíllo dedicado al esturión y a la historia 
                        de la propia fábrica de Ybarra. Un restaurante del que 
                        tuvieron noticia gastronómica en la bien plumeada 
                        crónica de Alberto García Reyes en «ABC 360». Carta con 
                        raíces corianas, ribereñas, con esturión y con albures. 
                        Y con nostalgia, ay, de los sábalos y de los romanos 
                        barbos en adobo con los que El Pali enseñó a los moros a 
                        bailar por bulerías.
                      
                        Mas por gloria bendita que 
                        den, que la dan, lo mejor de Esturio no viene en la 
                        carta. Ni lo tienes que pedir. Es el paisaje de la 
                        virginal orilla del río. Este río al que Sevilla le da 
                        la espalda y desprecia. Con su silencio de marisma 
                        adivinada, camino de la garrocha de Fernando Villalón. 
                        El recuerdo de los toros que pastaban por estos llanos. 
                        La verde orilla, no tocada por la mano del hombre, que 
                        se te ofrece ante la vista, y que le rezas a la Virgen 
                        de Valme, ya que lo de ahí frente es término de Dos 
                        Hermanas, para que por nada del mundo haya nunca aquí 
                        una grúa de obras, ni un adosado, ni un bloque, ni ese 
                        amazacotamiento de cemento y pareados que has venido 
                        viendo, qué dolor, desde San Juan hasta la misma puerta 
                        de la antigua fábrica del desovante esturión coriano. 
                        Por lo que más quieran: preserven, señores de la Junta, 
                        señores de los ayuntamientos de Coria y de Dos Hermanas, 
                        este borde intacto del río, como cernudiana ala de 
                        ángel, por el que no ha pasado el tiempo. Son las mismas 
                        velas blancas y las juncias verdes del gran río de 
                        Sevilla de Lope. Es el paisaje ribereño que pintó Barrón 
                        en sus rosáceos atardeceres, con la Giralda al fondo de 
                        un meandro. El meandro. Esa chicuelina que da el río 
                        torero a los vapores, perdiéndoles la cara, para ver los 
                        barcos venir. Ese par al quiebro que las aguas le ponen 
                        al paisaje de álamos y chopos, de eucaliptos y olivares.
                      
                        Y tuvimos, además, la 
                        suerte de ver subir la marea a una goleta montañesa con 
                        nombre de batalla naval antigua: «La Infinita». Velas 
                        blancas en una orilla del río no hollada por la ambición 
                        del hombre. Como ahora llegan estos jándalos de «La 
                        Infinita» subirían por estos verdores de la orilla los 
                        cántabros del almirante Bonifaz. El tiempo se ha 
                        detenido en el trocotroco del cansino jerrequejerre de 
                        un motor marinero. ¡Vengan, vengan al Esturio de Coria, 
                        a ver la maravilla de la virginal orilla del río, antes 
                        que la mate el toro de la especulación!