AQUEL
torero tenía que haber conocido a Eduardo Dávila Miura.
Aquel torero al que alguien le preguntó por qué nunca
mataba la de Miura, y, molinete de arte, respondió:
-Mire usted, porque a mí
de los Miura me espanta hasta la cara de Don Eduardo...
Aquel torero tenía que
haber conocido la sonriente cara del nieto de Don
Eduardo. Que es la Casa Miura entroncada en Dávila; es
decir, con la gracia de Cádiz y de la casa de
Villafuente Bermeja. Sonrisa y simpatía. A mí, querida
Reyes, de vosotros los Miura, ¿qué quieres que te diga?,
me gusta hasta la sonrisa de tu hijo Eduardo, torero de
Sevilla, que esta tarde, en la plaza del Arenal, dice
algo tan nuestro como:
-Ea, señores, pues ya
estoy yo en mi casa...
Ni corte de coleta, ni
puñadito de albero para el catavino de una vitrina,
junto a una oreja de plata. Despedida recia, con su
mijita de tristeza. A los que se despiden en México les
tocan «La golondrina». Lástima que estemos ya tan
metidos en el otoño y que los pájaros más toreros se
hayan ido, porque esta tarde a Eduardo Dávila Miura lo
tendría que despedir la que él considera como la mejor
música de Sevilla: la música torera de los vencejos del
Arenal.
Eduardo Dávila Miura,
torero de Sevilla. De una veta muy poco apreciada en el
toreo de Sevilla, la del valor y la técnica. La que toma
la alternativa con 40 de fiebre. Tan sevillana como la
otra tópica, en nuestros eternos duales. Hablamos del
toreo de Sevilla y pensamos automáticamente en la
estirpe que arranca con Juan Belmonte, sigue con
Chicuelo, continúa en Pepe Luis y llega a Curro. Es una
parte del toreo de Sevilla. Nos olvidamos de la otra, la
del valor, los terrenos y las distancias, la del antiguo
toreo de piernas. Tan toreo de Sevilla como el pregonado
de arte. Esos toreros de Sevilla que vienen de la otra
orilla de la Tauromaquia que muchos olvidan. Los que no
vienen de Juan, sino de José. Dávila Miura viene de José
hasta por lo macareno. En la línea de Varelito, de
Antonio Fuentes, de Reverte, de Bombita, de Jaime Ostos,
del Diego Puerta de «Escobero» de Miura, porque a Diego
Valor no le daba miedo ni la cara de Don Eduardo.
Figuras que llenaban la plaza de la Muy Cobarde Ciudad,
deslumbrada ante lo que aquí tanto escasea: el valor.
Toreros a los que, como al Espartero de la copla, le
tenían miedo hasta los toritos de Miura.
Siempre me gustó Eduardo
Dávila porque cuando toreaba en Sevilla la plaza olía a
campo. A Zahariche. Allí se hizo torero, en casa de su
abuelo. Y ese aroma recio de tienta y hombría es el que
nos han traído durante muchos años su capote y su muleta
de campo abierto. Compás despatarrado de viento solano
de la Vega. Fajándose. Eduardo es como un aficionado
práctico que hubiera pasado el Rubicón que otros no
cruzaron e hizo los votos perpetuos con el traje de
luces. Hondura de la verdad en su toreo. Tres veces rozó
los cerrojos de la Puerta del Príncipe que me ha dicho
Rascarrabia, el duende macareno de la muralla, que este
torero de terciopelo verde de centuria y mariquillas va
a abrir por fin esta tarde. Torero de Sevilla, ay, qué
tierra, más valorado en Pamplona o en Bilbao que en los
versos que citaba Santiago Montoto: «Fuiste madre para
otros/y madrastra para mí». Un artista tan cosido a
cornadas como la geografía quirúrgica de la orilla
valerosa y recia del toreo de Sevilla que trazó la
anatomía de Diego Puerta.
Se va esta tarde Eduardo
Dávila Miura, pero en la plaza nos quedará siempre su
música. La música de un toreo jondo de vencejos del
Arenal. La música macarena del pasodoble que le escribió
Abel Moreno y que ahí quedó, como un zanco del palio en
la basílica el Viernes a mediodía, como una saeta de
pañuelos blancos de Manuel Torre a la Esperanza en el
balcón de los Miura en La Encarnación que fuera
recordada por el clarín del Brigada Rafael.