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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El nieto de Don Eduardo

AQUEL torero tenía que haber conocido a Eduardo Dávila Miura. Aquel torero al que alguien le preguntó por qué nunca mataba la de Miura, y, molinete de arte, respondió:
-Mire usted, porque a mí de los Miura me espanta hasta la cara de Don Eduardo...
Aquel torero tenía que haber conocido la sonriente cara del nieto de Don Eduardo. Que es la Casa Miura entroncada en Dávila; es decir, con la gracia de Cádiz y de la casa de Villafuente Bermeja. Sonrisa y simpatía. A mí, querida Reyes, de vosotros los Miura, ¿qué quieres que te diga?, me gusta hasta la sonrisa de tu hijo Eduardo, torero de Sevilla, que esta tarde, en la plaza del Arenal, dice algo tan nuestro como:
-Ea, señores, pues ya estoy yo en mi casa...
Ni corte de coleta, ni puñadito de albero para el catavino de una vitrina, junto a una oreja de plata. Despedida recia, con su mijita de tristeza. A los que se despiden en México les tocan «La golondrina». Lástima que estemos ya tan metidos en el otoño y que los pájaros más toreros se hayan ido, porque esta tarde a Eduardo Dávila Miura lo tendría que despedir la que él considera como la mejor música de Sevilla: la música torera de los vencejos del Arenal.
Eduardo Dávila Miura, torero de Sevilla. De una veta muy poco apreciada en el toreo de Sevilla, la del valor y la técnica. La que toma la alternativa con 40 de fiebre. Tan sevillana como la otra tópica, en nuestros eternos duales. Hablamos del toreo de Sevilla y pensamos automáticamente en la estirpe que arranca con Juan Belmonte, sigue con Chicuelo, continúa en Pepe Luis y llega a Curro. Es una parte del toreo de Sevilla. Nos olvidamos de la otra, la del valor, los terrenos y las distancias, la del antiguo toreo de piernas. Tan toreo de Sevilla como el pregonado de arte. Esos toreros de Sevilla que vienen de la otra orilla de la Tauromaquia que muchos olvidan. Los que no vienen de Juan, sino de José. Dávila Miura viene de José hasta por lo macareno. En la línea de Varelito, de Antonio Fuentes, de Reverte, de Bombita, de Jaime Ostos, del Diego Puerta de «Escobero» de Miura, porque a Diego Valor no le daba miedo ni la cara de Don Eduardo. Figuras que llenaban la plaza de la Muy Cobarde Ciudad, deslumbrada ante lo que aquí tanto escasea: el valor. Toreros a los que, como al Espartero de la copla, le tenían miedo hasta los toritos de Miura.
Siempre me gustó Eduardo Dávila porque cuando toreaba en Sevilla la plaza olía a campo. A Zahariche. Allí se hizo torero, en casa de su abuelo. Y ese aroma recio de tienta y hombría es el que nos han traído durante muchos años su capote y su muleta de campo abierto. Compás despatarrado de viento solano de la Vega. Fajándose. Eduardo es como un aficionado práctico que hubiera pasado el Rubicón que otros no cruzaron e hizo los votos perpetuos con el traje de luces. Hondura de la verdad en su toreo. Tres veces rozó los cerrojos de la Puerta del Príncipe que me ha dicho Rascarrabia, el duende macareno de la muralla, que este torero de terciopelo verde de centuria y mariquillas va a abrir por fin esta tarde. Torero de Sevilla, ay, qué tierra, más valorado en Pamplona o en Bilbao que en los versos que citaba Santiago Montoto: «Fuiste madre para otros/y madrastra para mí». Un artista tan cosido a cornadas como la geografía quirúrgica de la orilla valerosa y recia del toreo de Sevilla que trazó la anatomía de Diego Puerta.
Se va esta tarde Eduardo Dávila Miura, pero en la plaza nos quedará siempre su música. La música de un toreo jondo de vencejos del Arenal. La música macarena del pasodoble que le escribió Abel Moreno y que ahí quedó, como un zanco del palio en la basílica el Viernes a mediodía, como una saeta de pañuelos blancos de Manuel Torre a la Esperanza en el balcón de los Miura en La Encarnación que fuera recordada por el clarín del Brigada Rafael.

 

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