Como
una vieja dama de linaje y casona reducida a los muebles
que caben en un piso, a los cuadros de santos que llegan
hasta el techo y a las joyas que esperan ese paño de
lágrimas del amigo anticuario que viene algunas tardes, la
ciudad está hermosa, conserva lo que ha sido, bajo la luz
dudosa de esta tarde de lluvia.
La torre, el arbotante, la
piedra y las vidrieras, el mármol que se asoma,
balconcillo del tiempo, por arcos lobulados de herradura y
mezquita. El reloj que repite un tiempo no de ahora, sino
antiguo de siglos, de dogmas y riadas, de epidemias de
peste, de batallas triunfales, de las reinas que daban a
luz de luminarias y fuegos encendidos a infantes que una
tarde vendrían al Alcázar a casarse con rubias princesas
extranjeras con naciones de dote. Sí, la torre está
antigua con la lluvia de octubre. Lo está la plazoleta, lo
están los callejones. Lo están las barreduelas que hoy sí
tienen salida; se abren como siempre al llanto de la
lluvia.
Lebrijas generosas de
cántaros constantes chorrean de las gárgolas de monstruos
imposibles. Sus muecas de verdina se burlan del recuerdo
de aquella apocalipsis de sequía sedienta, del verano
reciente que no iba a acabar nunca, condenados al polvo,
calor de rogativas, de aquel viejo que en Lora pasean en
el trono de una silla de enea y que es el rey del mundo
que pidió a Setefilla que viniera esta lluvia.
El gato se ha venido muy
lento al escritorio, me han mirado muy tristes sus ojos
soñolientos, y en este ronroneo con que ahora recibe el
sonido de lluvia tocando en los cristales me ha evocado a
esa dama que se llama Sevilla, que tan bella se pone en
estas tardes grises que esperan la alhucema y los huesos
de santo, el humo de castañas y la espada desnuda del Rey
de la conquista, el que fue conquistado, lo mismo que mi
gato, por la hermosa paleta que tiene, mujer bella, su
Sevilla en otoño.
Ocurre cada año, aunque
nadie lo advierte. Hay un niño que estrena la lluvia en
este día. Va feliz al colegio con botas de pocero y se
mete en los charcos, océanos de dicha, y mira con sorpresa
estas flores tan nuevas, de tela, chorreando, y que llaman
paraguas, y que el cielo las riega, arriate la acera,
jardín en la parada de la ruta del cole, con estas flores
rojas, o negras, o estampadas. Sus varillas son flechas de
arqueros imposibles que derrotan sequías, persiguen
retiradas.
Con su llave de hierro, la
que abre los cielos, la que amasa los cántaros de gárgola
y bajante, San Pedro en su hornacina de grada y de columna
contempla que hasta el gallo que un día le cantara está
chorreandito en lágrimas de nubes. La Virgen de la Cueva,
la que está en La Cartuja, o sabe Dios por dónde, ya no
está en los cantares. No hay niños en la rueda que le
pidan que llueva, mas ella, por su cuenta, ha hecho lo que
debe. El Cristo de las Aguas, el que está en Dos de Mayo,
se ha asomado hasta el atrio y ha visto cómo viene el
cielo de Triana, más negro que el mosaico al que las
solteronas le piden un buen novio en tardes de velada, de
río y de cucaña. La Virgen de las Aguas, la que está en el
Museo, la que dice que vengan a todos los sedientos, ha
salido a la plaza, ha mirado a Murillo, ha visto
empapochado su bronce y su paleta y en el chero, tachero
de su marcha, se ha vuelto, ojú, qué negro que viene por
la Piedra Llorosa.
Evoco, vieja dama, mi ciudad
de la lluvia, los coches de caballos de puertas coronadas
con hule en el pescante, serrín en las tabernas,
arpilleras que cubren el carro de un cosario, aquel olor
mojado de esparto y de madera en los cestos de mimbre del
tranvía del Cerro.
Como una vieja dama,
Sevilla, estás hermosa estas tardes de lluvia, de silencio
y recuerdo. Perdona que te diga, al verte así, tan guapa:
por ti no pasa el tiempo, nadie puede contigo.