ESTO 
                        no es un artículo. Es un SMS un poco larguito. Un SMS 
                        floreado. Dice así: «Queremos que De la Vega siga siendo 
                        vicepresidenta. Pásalo». ¿Lo ha pasado usted ya? ¿Sí? 
                        Pues sigamos con la ampliación del SMS. Queremos que 
                        Teresa de la Vega siga siendo vicepresidenta porque, la 
                        verdad, a mí me rejuvenece muchísimo. Me recuerda a la 
                        Señorita Benita. Tela. La Señorita Benita era la maestra 
                        de primerísimas letras que tuve en el colegio de la 
                        Doctrina Cristiana del barrio de Santa Cruz. En aquel 
                        hermoso patio de mármol con vela, penumbra y pilistras, 
                        «y una fuente en medio con un surtidor», como de copla, 
                        nos recibía la Señorita Benita. Que de momento nos 
                        echaba una bronca tremenda. Era como un tormento de 
                        proverbio chino: «Ríñeles a los niños de primaria; tú no 
                        sabrás por qué; ellos sí». Vestida con su babi blanco, 
                        con su labio abigotado, la cruel Señorita Benita, 
                        versión sevillana de la germana Rottenmeier, era el 
                        símbolo de las prohibiciones: niños, eso no se hace, eso 
                        no se dice. Aprender, aprendí poquito con la Señorita 
                        Benita, sólo a tener miedo a sus palmetazos. Las 
                        enseñanzas vinieron luego, cuando pasamos a las faldas 
                        de la moguereña Hermana Matilde, que había sido 
                        compañera de banca escolar de Juan Ramón Jiménez. La 
                        Hermana Matilde sí nos aficionaba a la literatura, pues 
                        en vez del oscuro y triste Quijote nos daba a leer «La 
                        emoción de España» de Manuel Siurot, que era como una 
                        chaplinesca «road movie» de los tiempos modernos que 
                        trajo Alfonso XIII a nuestras ciudades. Con la Señorita 
                        Benita sólo aprendimos a tener miedo del poder. El poder 
                        es una cosa hosca, con bigote y babi blanco, que te pega 
                        unas broncas espantosas, te da palmetazos y te lo 
                        prohíbe todo: fumar, hablar por teléfono conduciendo, 
                        pensar libremente...
                      
                        Por ese temeroso recuerdo 
                        infantil de la Señorita Benita me rejuvenece tanto 
                        Teresa de la Vega. Por eso no quiero que la manden de 
                        gallardona a Madrid: que siga de vicepresidenta, pásalo. 
                        Qué nostalgia cuando la vemos por televisión cada lunes 
                        y cada martes, mañana, tarde, noche y madrugada. Sale 
                        Teresa de la Vega echándonos la bronca y retorno a lo 
                        vivo lejano, al patio de mármol y pilistras, al bigote 
                        de la Señorita Benita, con su babi blanco. De la Vega me 
                        confirma en la idea infantil de que el poder es el que 
                        te echa la bronca y te amenaza con el castigo. Con un 
                        halo de intriga que le da además al asunto interés de 
                        novela de quiosco. ¿Por qué está siempre tan mosqueada y 
                        cabreada? Ah, vosotros lo sabréis: porque habéis sido 
                        malos, y os tiene que reñir para meteros en vereda. Es 
                        por vuestro bien. Para que el día de mañana seáis 
                        ciudadanos y ciudadanas de provecho, de progreso, de 
                        modernidad, de igualdad. Ah, y de proceso de paz.
                      
                        Si quitan a Teresa de la 
                        Vega para mandarla al embotellamiento de votos de la 
                        M-30, ¿quién nos va a rejuvenecer, echándonos la bronca 
                        por el televisor? Perderíamos el lado nostálgico y 
                        literario del asunto. Si sale un señor ministro a 
                        echarnos la bronca nos recordará todo lo más a aquel 
                        cabo primero con tan mala leche que tuvimos en la mili. 
                        Sin ningún lirismo de la evocación de la infancia. Sin 
                        rejuvenecernos nada.
                      
                        Y luego está su aportación 
                        tipo Pasarela Cibeles a las modas y las tendencias. La 
                        Señorita Benita no se quitaba nunca el babi blanco, 
                        siempre iba vestida de la misma manera. La Señorita 
                        Teresa, en cambio, cada día un numerito indumentario. Es 
                        como si se hubiera quedado para siempre posando para la 
                        portada del Vogue. A mí, aparte de rejuvenecerme con sus 
                        broncas, me ahorra un dinero muy curioso, porque Isabel, 
                        mi mujer, no tiene que comprarse ni el Telva ni el Marie 
                        Claire para ver las tendencias de esta temporada, con 
                        esta vicepresidenta que es continua Pasarela Cibeles de 
                        sí misma. Voy a ser bueno, señorita Benita, digo, 
                        señorita Teresa, pásalo. A mí nadie me echaba unas 
                        broncas así desde que con la señorita Benita entrábamos 
                        en fila desde el patio a la capilla, cantando lo de 
                        «Vamos, niños, al sagrario, que Jesús llorando está...»