Estoy contemplando Sevilla en la lejanía desde la séptima planta del Hospital de Valme: el Cortijo de Cuarto allí, Bellavista acá, los recuerdos de la romería de las galeras de Dos Hermanas al alcance de la mano, este cercano campo de deportes con su albero completamente encharcado, cuando en pijama y zapatillas se me acerca un ingresado. Me da los buenos días, muy ceremoniosamente de pueblo. Buenos días con sabor de campo, de calle empedrada, de cal antigua con patinillos de geranios en latas de tomate. Se pone a mi lado a contemplar Sevilla. Su experiencia se fija en los campos mojados por la lluvia. Pega la hebra. Me dice:
-- En toda la noche no ha parado de llover.
Me señala el encharcado campo de fútbol y me comenta:
-- Pero tiene que llover más. Todavía no hay escorrentías. ¿Usted no ve esos charcos? Pues en cuantito que salga el sol, como si no hubiera llovido.
Veo la ciudad a lo lejos, por los cristales; pero por boca de este hombre de campo hospitalizado, con sus zapatillas de paño a cuadros y su pijama del SAS, oigo la voz de nuestros pueblos. El saber agrario que fue la base de nuestra cultura popular y que se está perdiendo. Seguro que este hombre, ¿de Los Palacios, de Utrera, de Alcalá de los Panaderos, de Lebrija?, hasta sabe mirar el reloj del cielo, para ver la hora por el sol. Seguro que no tiene que fijarse en las veletas para saber la dirección del viento: se la dice el vuelo de los pájaros y el sonido de las ramas de los árboles.
Por el pasillo vienen otros hombres de campo. De pueblo. Paseíto como de plaza de pueblo de los ingresados. Este pasillo parece la Corredera. No hay dolor de hospital. Hay silencio antiguo. Resignación de pueblo. La buscada cercanía del prójimo que se ha perdido en nuestros bloques, donde no sabemos de qué sexto derecha es vecino el que se ha montado en el ascensor y que, si puede, ni nos da los buenos días. En los hospitales, con los enfermos de los pueblos, persiste esa cultura de dar los buenos días a todo el mundo. La exquisita cortesía popular. La urbanidad pueblerina que se perdió en las ciudades. Suena multiplicado el "buenos días" a todo desconocido que camina por la 7ª Izquierda de Valme y parece que vas a oír carros que vienen del campo, herraduras sobre el empedrado; que vas a oler a capacho y alperchín de almazara. Por todo el pasillo:
-- Buenos días.
-- Buenos días tenga usted.
Y ves que se hubieran quitado la gorrilla, el sombrero de palma o de ala ancha, si no estuvieran en pijama y en zapatillas en esta alta planta del hospital donde está presente el horizonte humanísimo que perdió la ciudad. Sigo mirando por la ventana el campo encharcado. Y porque aquí no se fuma, que, si no, seguro que este buen hombre de campo me estaría ya ofreciendo la petaca. Con su cultura campera de siglos, me dice, pensativo en su mirar, antes de volver a su habitación:
-- En cuantito abra la mañana y salga el sol, como si no hubiera llovido... Ea, buenos días.
-- Vaya usted con Dios.
Y es como si le dijera adiós a una Andalucía que ya no existe.