En
el bronce de la escultura de Guillermo Plaza Jiménez
inaugurada en San Roque, las maracas de Machín están
como dice la comparación popular sevillana: más negras
que las maracas de Machín. Y nos evocan la Cuba que
Sevilla lleva dentro. Sevilla es La Habana con un solo
negrito: Machín. A Sevilla, cuando se perdió Cuba, es
como si se le hubiera muerto alguien de la familia. Como
más se perdió en Cuba, la encontramos en la Casa de la
Moneda. Con su restauración, la Casa de la Moneda perdió
lo más habanero que tenía: el encanto de la decadencia.
Hay una novela habanera dentro de Sevilla, con
embarcados y goletas, que no se ha escrito: la Sevilla
de los Marañón. Que se hicieron ricos en Cuba y
volvieron a la Sevilla del XIX, comprando en la
Desamortización bienes nacionales que la hidalguía local
no podía adquirir porque olían a azufre... y porque no
tenían un duro. Los Marañón y los Lavín compraron la
Sevilla que iba de la Lonja a la Puerta Jerez: el
convento de Santo Tomás, el Seminario de Maese Rodrigo,
la Casa de la Moneda. Y a las calles interiores de la
Casa de la Moneda, tan habanera en su arquitectura de
ida y vuelta, le pusieron los nombres de los municipios
donde tenían los ingenios azucareros que los habían
hecho ricos en su añorada Cuba: El Jobo, Guines,
Matienzo. Y a la calle principal, Habana. En esa novela
no escrita está una Marañona medio mulatona, sentada en
su mecedora colonial de caoba, fumándose un puro y
escandalizando a media Sevilla.
Probablemente Antonio
Machín se sentía en Sevilla como en su casa porque aún
olía el veguero de Vuelta Abajo de la Marañona mulatona
en su mecedora, con su pericón, su lorito y su danzón en
el piano. Machín llegó a Sevilla huyendo de Hitler.
Estaba en el París de 1939 cuando empezó a oír un son
aterrador para judíos, gitanos y negros: las botas
hitlerianas avanzando hacia los Campos Elíseos. Machín
se acordó de su hermano Juan, de Juan Lugo Machín, que
se había establecido en Sevilla, en la calle Aguilas,
con un taller de fontanería. El plomero Lugo había
venido a Sevilla para construir el Pabellón de Cuba en
la Exposición Iberoamericana y se había quedado. Llegó
Machín con su cucurruchito de maní y sus dos gardenias,
y quedó tan prendado de Sevilla que se casó con una
sevillana. Desde aquí, entre bolerazos a las tanguistas
del Casino de la Exposición convertido en cabaré y
canciones para el disco del oyente, el manisero se fue a
triunfar en toda España. Tras haber descubierto que la
cofradía de Los Negritos la había fundado el arzobispo
Mena a su medida. La Virgen de Los Negritos era la de
los Angeles. Eso no era una cofradía. Era un bolero suyo
bajo el palio de Juan Miguel Sánchez: la Virgen de los
Angelitos Negros, que también se van al cielo sevillano.
Por una de cuyas últimas esquinas pasa otro músico
cubano errante, Pepín el Caballo, trompeta prodigioso,
que vaga por la ciudad llevando en la mano la batuta de
la orquesta de son y guaguancó que ha perdido.
Guaguancó... Menudo
guaguancó el domingo, con el bronce nuevo de Machín
frente a la capilla de Los Negritos. La hermandad da
unas migas. No unos moros y cristianos o un asopao
cubanos, no: unas migas. Las migas las carga el diablo.
¡Vaya merienda de negritos! Porque está allí el alcalde
del partido laicista chupando maracas de Machín,
estrechando vínculos con el lobby cofradiero y haciendo
y repartiendo migas. ¡Qué buenas migas hace el alcalde
del partido laicista con las hermandades! Y viceversa:
qué buenas subvenciones reciben las cofradías del poder
laicista. Las maracas de Machín cantan su guaguancó:
«Que no se puede querer/dos mujeres a la vez/y no estar
loco». Las migas del alcalde con las cofradías y de las
cofradías con el alcalde desmienten el guaguancó. Y
confirman lo que escribía ayer, con dos...maracas,
Álvaro Ybarra a propósito del Manifiesto Laicista del
PSOE: «A la vista de las consideraciones expuestas en el
documento referido resulta difícil digerir la absoluta
incoherencia que supone tratar de recluir las prácticas
religiosas al ámbito privado y a la vez presidir una
procesión de Semana Santa o del Corpus. Claro que esta
doble moral que algunos aplican para darse un baño de
popularidad tiende a refugiarse en la consideración de
que las manifestaciones religiosas no son tales, sino
celebraciones de carácter lúdico cultural».