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El Recuadro   

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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La túnica de Enrique Esquivias

AQUELLAS mañanas ya antiguas en que me lo encontraba en el estanco de Bami, Enrique Esquivias Franco aún no era el padre del hermano mayor del Gran Poder. Todavía era el hermano del general Esquivias. Aquellas mañanas ya antiguas venía Enrique Esquivias Franco a comprar tabaco desde el colegio de las Irlandesas y pegábamos la hebra. Tabaco de hebra literaria. Teníamos devociones comunes, como el patriarca Santiago Montoto; comunes espacios literarios, cual Rafael Montesinos, por los que Enrique podía ir sin salir de sus recuerdos del barrio de San Lorenzo. Me hablaba siempre del artículo que acababa de mandarle a Nicolás Salas para ABC, cuyo original podía leer horas más tarde, antes de marcarle la tipografía, redondas, a 14 cíceros y mandarlo al taller. Artículos inconfundibles, muy A.M.D.G., de años irreparables y montesinescos, evocaciones de niños de derechas, padre Patero y cine Pathé. No se arrimó a perol alguno de modas y relumbrones literarios. Escribió en soledad, en suprema honradez consigo mismo. Gracias a Esquivias tenemos una gran biografía de don Santiago Montoto o la reedición de sus «Cofradías sevillanas». A Enrique le dio sevillanísimo corte presentarse como autor antes de rendir tributo a sus mayores. Roma pura sevillana, sus primeras obras fueron como estatuillas de lares y penates de sus familiares dioses literarios. Ay, qué gran biografía personal e intransferible podía haber escrito de Rafael Montesinos, del «Corazón Inmaculado que nunca podré olvidar», esas «Pequeñeces» de la Muy Literaria Compañía de Jesús en Villasís. Enrique Esquivias, sí, hizo ese libro, pero se lo llevó a la vera de la claridad de la mar gaditana desde las oscuridades interiores sevillanas: fue «Noviciado de Jesuitas». Y luego, qué redondo acierto de título para sus memorias infantiles: «Los años triunfales». Y cuánta Sevilla honda y burguesa, del centro, de su túnica de ruán y esparto, en «La ciudad trasoñada».
Ahora me parece ciudad trasoñada el recuerdo de mi último encuentro con Enrique. Quiso el Señor que fuera en su presencia, en San Lorenzo, la última mañana de Jueves Santo. Enrique Esquivias, ya vencidos por la enfermedad sus años triunfales, apenas podía hablar. Su hijo me comentaba que apenas podía escribir aquellas pulcras cartas que me enviaba desde su ordenador de la soledad. Fui a ver al Gran Poder a su casa, donde este Señor de San Lorenzo recibe el Jueves Santo, y en la delantera del paso estaba Enrique Esquivias. Como en aquellas mañanas antiguas del estanco de Bami. Como él apenas podía hablar ni pegar la hebra literaria, abrazándolo le expresé todo mi viejo aprecio personal y literario. No sabía que era la última vez que había de ver a quien tantas madrugadas, de nazareno de ruán y esparto, había ido delante del paso del Señor, con su bocina. Ahora, en la ciudad trasoñada, evoco esa mañana del Jueves Santo, con su hijo Enrique al lado, con José Ignacio Jiménez, con los señores de la hermandad del Señor. Y comprendo que, aunque yo no lo viera, Enrique Esquivias no hablaba ya porque la que evocaba su Sevilla y desgranaba sus bellezas era su bocina de plata de tantas madrugadas, que estaba allí, en el altar de insignias.
Ayer, a la hora exacta del reloj de la torre de San Lorenzo, ni más ni menos, Enrique Esquivias partió para su definitiva estación, en la eterna madrugada de Dios. Fue exactamente igual que la última vez que salió delante del Señor, pareja nombrada, bocina de plata con tiara y parrilla en el paño bordado. Iba vestido con su túnica de siempre. Enrique nos lo dejó dicho el primer año que ya no salió de nazareno, en el más impresionante texto que se haya escrito sobre esas túnicas que en el último tramo van aprendiendo a ser mortajas: «Aquí estoy ahora cansado, muy cansado, que ya dije que el tiempo no perdona. Hoy no tengo, como en años anteriores, la negra túnica abandonada sobre una silla, pero está aquí, conmigo, celosa y cuidadosamente guardada. Me está esperando, ahora ya para la última vez. Un día escribí -hace ya muchos años- que vestido con esa túnica, más tarde o más temprano, iría al encuentro con la Verdad. Hoy ese momento está más cerca. Pero sé, siempre lo he sabido, que si en esa Verdad todo se desmoronara nunca me fallaría el Gran Poder de Dios para resolver los problemas insolubles».

 

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