AQUELLAS
mañanas ya antiguas en que me lo encontraba
en el estanco de Bami, Enrique Esquivias
Franco aún no era el padre del hermano mayor
del Gran Poder. Todavía era el hermano del
general Esquivias. Aquellas mañanas ya
antiguas venía Enrique Esquivias Franco a
comprar tabaco desde el colegio de las
Irlandesas y pegábamos la hebra. Tabaco de
hebra literaria. Teníamos devociones
comunes, como el patriarca Santiago Montoto;
comunes espacios literarios, cual Rafael
Montesinos, por los que Enrique podía ir sin
salir de sus recuerdos del barrio de San
Lorenzo. Me hablaba siempre del artículo que
acababa de mandarle a Nicolás Salas para
ABC, cuyo original podía leer horas más
tarde, antes de marcarle la tipografía,
redondas, a 14 cíceros y mandarlo al taller.
Artículos inconfundibles, muy A.M.D.G., de
años irreparables y montesinescos,
evocaciones de niños de derechas, padre
Patero y cine Pathé. No se arrimó a perol
alguno de modas y relumbrones literarios.
Escribió en soledad, en suprema honradez
consigo mismo. Gracias a Esquivias tenemos
una gran biografía de don Santiago Montoto o
la reedición de sus «Cofradías sevillanas».
A Enrique le dio sevillanísimo corte
presentarse como autor antes de rendir
tributo a sus mayores. Roma pura sevillana,
sus primeras obras fueron como estatuillas
de lares y penates de sus familiares dioses
literarios. Ay, qué gran biografía personal
e intransferible podía haber escrito de
Rafael Montesinos, del «Corazón Inmaculado
que nunca podré olvidar», esas «Pequeñeces»
de la Muy Literaria Compañía de Jesús en
Villasís. Enrique Esquivias, sí, hizo ese
libro, pero se lo llevó a la vera de la
claridad de la mar gaditana desde las
oscuridades interiores sevillanas: fue
«Noviciado de Jesuitas». Y luego, qué
redondo acierto de título para sus memorias
infantiles: «Los años triunfales». Y cuánta
Sevilla honda y burguesa, del centro, de su
túnica de ruán y esparto, en «La ciudad
trasoñada».
Ahora me
parece ciudad trasoñada el recuerdo de mi
último encuentro con Enrique. Quiso el Señor
que fuera en su presencia, en San Lorenzo,
la última mañana de Jueves Santo. Enrique
Esquivias, ya vencidos por la enfermedad sus
años triunfales, apenas podía hablar. Su
hijo me comentaba que apenas podía escribir
aquellas pulcras cartas que me enviaba desde
su ordenador de la soledad. Fui a ver al
Gran Poder a su casa, donde este Señor de
San Lorenzo recibe el Jueves Santo, y en la
delantera del paso estaba Enrique Esquivias.
Como en aquellas mañanas antiguas del
estanco de Bami. Como él apenas podía hablar
ni pegar la hebra literaria, abrazándolo le
expresé todo mi viejo aprecio personal y
literario. No sabía que era la última vez
que había de ver a quien tantas madrugadas,
de nazareno de ruán y esparto, había ido
delante del paso del Señor, con su bocina.
Ahora, en la ciudad trasoñada, evoco esa
mañana del Jueves Santo, con su hijo Enrique
al lado, con José Ignacio Jiménez, con los
señores de la hermandad del Señor. Y
comprendo que, aunque yo no lo viera,
Enrique Esquivias no hablaba ya porque la
que evocaba su Sevilla y desgranaba sus
bellezas era su bocina de plata de tantas
madrugadas, que estaba allí, en el altar de
insignias.
Ayer, a la
hora exacta del reloj de la torre de San
Lorenzo, ni más ni menos, Enrique Esquivias
partió para su definitiva estación, en la
eterna madrugada de Dios. Fue exactamente
igual que la última vez que salió delante
del Señor, pareja nombrada, bocina de plata
con tiara y parrilla en el paño bordado. Iba
vestido con su túnica de siempre. Enrique
nos lo dejó dicho el primer año que ya no
salió de nazareno, en el más impresionante
texto que se haya escrito sobre esas túnicas
que en el último tramo van aprendiendo a ser
mortajas: «Aquí estoy ahora cansado, muy
cansado, que ya dije que el tiempo no
perdona. Hoy no tengo, como en años
anteriores, la negra túnica abandonada sobre
una silla, pero está aquí, conmigo, celosa y
cuidadosamente guardada. Me está esperando,
ahora ya para la última vez. Un día escribí
-hace ya muchos años- que vestido con esa
túnica, más tarde o más temprano, iría al
encuentro con la Verdad. Hoy ese momento
está más cerca. Pero sé, siempre lo he
sabido, que si en esa Verdad todo se
desmoronara nunca me fallaría el Gran Poder
de Dios para resolver los problemas
insolubles».