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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Juan de la Rosa...y del clavel

Cuando Rocío Jurado, tras aquel viaje del definitivo retorno en el avión del Pocero, llegó a Madrid de vuelta de Houston, herida de muerte, su fidelísimo Juan de la Rosa se presentó en el hospital con un verso endecasílabo: una rama de almendro florecido. Señalando la rama en flor, dijo a los paparachis:
- Ya está aquí Rocío Jurado: ya ha llegado la primavera.
Ni Rafael de León ni Xandro Valerio hubieran escrito un más hermoso arranque de canción de amor y alegría como la que compuso con su detalle y su delicadeza el que fuera secretario de Rocío, el que más conocía a La Más, el que por todo el oro del mundo jamás vendió los títulos de propiedad de su mayor y más digno capital: su silencio. El aire de la primavera, que llevaba el vele, vele de las coplas, ponía música como de clavel de Juan Solano, como de pañuelo de sal de Manuel Alejandro, como de Puertos de la Lola del maestro Quiroga. Era como cuando la Lola se iba a los Puertos, pero al revés. La Lola se iba a los Puertos y La Isla se quedaba sola; y esta Lola nuestra de Chipiona que se llamaba como la Blanca Paloma del vuelo de sus alas al viento, volvía a la ancha bahía de la Andalucía de sus coplas, que tan sola se había quedado. Que volvían a sonar, alegría primaveral de la vida y los pájaros cantando en la rama de un almendro en flor. La vida, en el ejemplo de una lucha, bajo los almendros en flor que su fidelísimo Juan de la Rosa le llevaba.
Luego me encontré con Juan de la Rosa en junio, cuando el jazmín y la magnolia estaban de luto. Era en el atrio del santuario de Regla. Juan de la Rosa, como siempre, estaba esperando a Rocío. Rocío, esta vez, no llegaba envuelta en su visón blanco de «Señora», ni en el mantón bordado del pañuelo que tenía, que se lo dio un marinero. Rocío, aquella definitiva vez, ya sin almendros en flor, rojos claveles en las coronas, llegaba muerta para quedarse para siempre junto a su mar de Regla. Rocío quería a Juan de la Rosa como al hijo que no tuvo. Como una madre a la que el hijo le hubiera salido mariquita. Le reñía, lo piropeaba, se reía con él, lo abroncaba, le daba besos de aprobación, todo junto y revuelto. Que esto es lo más grande del mundo: que el secretario de la que se hizo famosa con el clavel se llamara De la Rosa. Contradicciones de la vida: la que había triunfado con un clavel, un rojo, rojo clavel en la orilla de su boca, dependía de la rosa de atenciones y ayudas de Juan de la Rosa. Y una tarde, en Sevilla, Rocío me dijo transida de dolor:
- Fíjate, que al pobre Juan le han detectado un cáncer de piel.
Se hizo el silencio, el expresivo silencio que Rocío dominaba, y añadió al cabo:
- ¡Pero un cáncer malísimo!
No sabía Rocío que aquel cáncer de piel malísimo de su Juan de la Rosa habría de sobrevivirla. Por pocos meses. Ha sido todo como una maldición bíblica. Sobre Chipiona: tras Rocío se fue su protoadmirador Ricardo Naval, el de La Tani. Y maldición sobre la casa de La Moraleja, donde tantas duquelas habitaron, que Juan de la Rosa conoció y aminoró mejor que nadie. Juan estaba ya como prejubilado. Rocío lo había retirado y le había comprado y regalado la felicidad de Chipiona en forma de casa. Contra lo que le gente creía, Juan de la Rosa no era chipionero, era manchego de Albacete. Pero su paraíso estaba en la Chipiona de su Rocío. Toda una vida junto a Rocío; ha sido como si, faltando ella, a Juan no le hubieran quedado más ganas de mirar a su mar de Chipiona.
Cuando Rocío volvió en el avión medicalizado, que ni en pie se podía tener la pobre, Juan de la Rosa le llevó aquella rama de almendro florecido. En ella iba todo el cariño de los juradistas, de los que Juan de la Rosa era el primero, el más hondo, el más cercano. E iba la renovación del mejor regalo que Juan de la Rosa le hizo a Rocío en cada minuto de sus vidas: el silencio. Ni por todo el oro del mundo, sabiendo más que nadie de qué sabe nadie qué penas y alegrías, Juan de la Rosa abrió nunca esa boca. En este mundo de vergüenzas en almoneda, Juan de la Rosa no cometió nunca la clásica traición del ayuda de cámara. Puedo asegurar que no le costó trabajo alguno. Porque era un señor.

 

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