Cuando
Rocío Jurado, tras aquel viaje del definitivo
retorno en el avión del Pocero, llegó a Madrid de
vuelta de Houston, herida de muerte, su fidelísimo
Juan de la Rosa se presentó en el hospital con un
verso endecasílabo: una rama de almendro
florecido. Señalando la rama en flor, dijo a los
paparachis:
- Ya está aquí Rocío
Jurado: ya ha llegado la primavera.
Ni Rafael de León ni
Xandro Valerio hubieran escrito un más hermoso
arranque de canción de amor y alegría como la que
compuso con su detalle y su delicadeza el que
fuera secretario de Rocío, el que más conocía a La
Más, el que por todo el oro del mundo jamás vendió
los títulos de propiedad de su mayor y más digno
capital: su silencio. El aire de la primavera, que
llevaba el vele, vele de las coplas, ponía música
como de clavel de Juan Solano, como de pañuelo de
sal de Manuel Alejandro, como de Puertos de la
Lola del maestro Quiroga. Era como cuando la Lola
se iba a los Puertos, pero al revés. La Lola se
iba a los Puertos y La Isla se quedaba sola; y
esta Lola nuestra de Chipiona que se llamaba como
la Blanca Paloma del vuelo de sus alas al viento,
volvía a la ancha bahía de la Andalucía de sus
coplas, que tan sola se había quedado. Que volvían
a sonar, alegría primaveral de la vida y los
pájaros cantando en la rama de un almendro en
flor. La vida, en el ejemplo de una lucha, bajo
los almendros en flor que su fidelísimo Juan de la
Rosa le llevaba.
Luego me encontré
con Juan de la Rosa en junio, cuando el jazmín y
la magnolia estaban de luto. Era en el atrio del
santuario de Regla. Juan de la Rosa, como siempre,
estaba esperando a Rocío. Rocío, esta vez, no
llegaba envuelta en su visón blanco de «Señora»,
ni en el mantón bordado del pañuelo que tenía, que
se lo dio un marinero. Rocío, aquella definitiva
vez, ya sin almendros en flor, rojos claveles en
las coronas, llegaba muerta para quedarse para
siempre junto a su mar de Regla. Rocío quería a
Juan de la Rosa como al hijo que no tuvo. Como una
madre a la que el hijo le hubiera salido mariquita.
Le reñía, lo piropeaba, se reía con él, lo
abroncaba, le daba besos de aprobación, todo junto
y revuelto. Que esto es lo más grande del mundo:
que el secretario de la que se hizo famosa con el
clavel se llamara De la Rosa. Contradicciones de
la vida: la que había triunfado con un clavel, un
rojo, rojo clavel en la orilla de su boca,
dependía de la rosa de atenciones y ayudas de Juan
de la Rosa. Y una tarde, en Sevilla, Rocío me dijo
transida de dolor:
- Fíjate, que al
pobre Juan le han detectado un cáncer de piel.
Se hizo el silencio,
el expresivo silencio que Rocío dominaba, y añadió
al cabo:
- ¡Pero un cáncer
malísimo!
No sabía Rocío que
aquel cáncer de piel malísimo de su Juan de la
Rosa habría de sobrevivirla. Por pocos meses. Ha
sido todo como una maldición bíblica. Sobre
Chipiona: tras Rocío se fue su protoadmirador
Ricardo Naval, el de La Tani. Y maldición sobre la
casa de La Moraleja, donde tantas duquelas
habitaron, que Juan de la Rosa conoció y aminoró
mejor que nadie. Juan estaba ya como prejubilado.
Rocío lo había retirado y le había comprado y
regalado la felicidad de Chipiona en forma de
casa. Contra lo que le gente creía, Juan de la
Rosa no era chipionero, era manchego de Albacete.
Pero su paraíso estaba en la Chipiona de su Rocío.
Toda una vida junto a Rocío; ha sido como si,
faltando ella, a Juan no le hubieran quedado más
ganas de mirar a su mar de Chipiona.
Cuando Rocío volvió
en el avión medicalizado, que ni en pie se podía
tener la pobre, Juan de la Rosa le llevó aquella
rama de almendro florecido. En ella iba todo el
cariño de los juradistas, de los que Juan de la
Rosa era el primero, el más hondo, el más cercano.
E iba la renovación del mejor regalo que Juan de
la Rosa le hizo a Rocío en cada minuto de sus
vidas: el silencio. Ni por todo el oro del mundo,
sabiendo más que nadie de qué sabe nadie qué penas
y alegrías, Juan de la Rosa abrió nunca esa boca.
En este mundo de vergüenzas en almoneda, Juan de
la Rosa no cometió nunca la clásica traición del
ayuda de cámara. Puedo asegurar que no le costó
trabajo alguno. Porque era un señor.