Con
mucha sensibilidad, la Asociación de Vecinos
Museo-Entorno ha denunciado la desaparición
de la Piedra Llorosa. Recordarán su hermosa
leyenda de libertades, en la ciudad del
Vivan Las Caenas. La Piedra Llorosa está en
el muro de San Laureano, al final de Alfonso
XII, esquina a Los Humeros. Cuando empezaban
las obras de restauración de aquel edificio,
el 1 de agosto de 2005, llamamos la atención
aquí sobre el mismo peligro que ahora
advierten esos vecinos. Recordamos entonces
la leyenda de la Piedra Llorosa, que
repetimos ahora a modo de resumen de lo
publicado:
«En 1857,
reinado de Isabel II y gobierno de Narváez,
primera guerra carlista, motines y
cuartelazos, un grupo de jóvenes, utópicos
liberales sevillanos, capitaneados por el
coronel retirado Joaquín Serra y dirigidos
por Cayetano Morales y por Manuel Caro
decidieron alzarse en armas. Organizaron una
partida fulastrona, que el 29 de junio se
echó al monte camino de Ronda, cometiendo
diversas tropelías en El Arahal y otros
pueblos. En Benaoján los alcanzaron las
tropas de los regimientos de Albuera y de
Alcántara. Los utópicos sublevados apenas
dispararon un tiro, mientras las tropas les
hicieron 25 muertos en las primeras
descargas, y prisioneros a todos los
supervivientes. El lance costó el cargo al
gobernador y al capitán general. Madrid
envió con plenos poderes, civil y militar, a
un duro comisionado de Narváez, don Manuel
Lassala y Solera, quien sin que le temblara
la mano mandó fusilar a los 82 detenidos,
presos en el cuartel de San Laureano. El
alcalde García de Vinuesa pidió en vano su
indulto. Llegada la mañana del 11 de julio,
fueron sacados de San Laureano y llevados a
la Plaza de Armas del Campo de Marte para
ser fusilados. La misma Sevilla novelera que
acudía a la plaza de San Francisco a los
autos de fe llenó las afueras de la Puerta
de Triana para ver el fusilamiento.
Sacerdotes y hermanos de la Caridad ayudaban
a bien morir a los muchachos, que no
acababan de creerse que aquellos soldados
los fusilarían. Terrible Sevilla. Terrible
España. En aquel espanto llegó el alcalde
García de Vinuesa con dos alguaciles, en un
último e inútil intento de salvarlos.
Redoble de tambores. Suena la descarga del
piquete de ejecución. Disparos de muerte. Y
más horror: unas balas perdidas rebotan y
matan a dos zagalones que han subido a un
árbol a contemplar la macabra escena. García
de Vinuesa, entonces, se fue hacia la Puerta
Real. Desolado. Derrotado. En una esquina
halló una piedra. Se sentó en ella. Todo un
hombre, alcalde de la cruel ciudad, rompió
en llanto. Sobre aquella piedra, García de
Vinuesa lloró la muerte de aquellos
sevillanos fusilados. Los alguaciles que lo
acompañaban lo oyeron lamentarse una y otra
vez, pañuelo en mano: "¡Pobre ciudad, pobre
ciudad!"».
A raíz de la
publicación de aquel artículo llamando la
atención sobre la posible desaparición de la
Piedra Llorosa, don Manuel Marchena, gerente
de Urbanismo, tuvo el acierto de obligar al
mantenimiento del sillar legendario en la
rehabilitación de San Laureano. La Piedra
Llorosa, pues, no ha desaparecido ni corre
el menor peligro. Será conservada en su
lugar, y con todos los honores, pues
Urbanismo ya tiene dispuesto un mármol donde
se explicará sun historia, a modo de
recordación contra la pena de muerte, en un
bello texto redactado por el profesor Manuel
Grosso, recopilador de las leyendas
sevillanas.
Pero ya que
estamos con la Piedra Llorosa, las
asociaciones de vecinos deberían pedir que
el lacrimal sillar legendario no quedara
sólo en la Puerta Real. Ya puestos, hay que
llenar Sevilla de piedras llorosas, que
falta hacen. Para que al contemplar todo lo
que están perpetrando, podamos sentarnos en
ellas a lo García de Vinuesa y pegarnos la
pechá de llorar, diciendo: «¡Pobre ciudad,
pobre ciudad!». Piedra Llorosa en la
Encarnación, ante las setas, ¡pobre ciudad!
Piedra Llorosa ante las farolas de La
Pescadería, ¡pobre ciudad! Piedra Llorosa
ante las catenarias de la Avenida, ¡pobre
ciudad! Aunque bien pensado, esas piedras
llorosas ya existen. Son los bancos de Ikea
que han puesto en la Puerta Jerez. Son
tantos porque hay bulla de sevillanos
necesitados de sentarse allí a jartarse de
llorar al contemplar lo que están haciendo
con Sevilla, y sin que nadie abra la boca,
¡pobre ciudad, pobre ciudad!