SABÍA
que Marichu era vasca. Más concretamente
vasco-andaluza, como la cocina del Achuri de Cádiz
o como los barcos de la casa Ybarra que en su
chimenea llevaban como escudo la V de Vasconia
entrelazada con la A de Andalucía, que campeaba
por los siete mares en los transatlánticos con
nombres de cabos, el «Cabo San Roque» o el «Cabo
San Vicente». Marichu se casó con un caballero
sevillano y, sin renunciar a sus raíces vascas,
adoptó como propia esta tierra meridional. Y si
bien sabía que Marichu era vasca, por el amor con
el que siempre me habla de todos los asuntos de
aquella española tierra, desconocía en qué ciudad
había nacido. Ahora he sabido que es de San
Sebastián. Como demuestra su hermoso acento
easonense, que no ha perdido. Es de la
españolísima San Sebastián. De la ciudad cuya
belleza he evocado en artículos de Alfonso Ussía,
en prosas de Agustín de Foxá, en los familiares
recuerdos españoles de tantos veraneos de yolas,
traineras y Semana Grande. Marichu es de la ciudad
que he podido gozar en el encanto de su barandilla
de la playa de La Concha, que tengo puesta en mi
antología de mares urbanos españoles con los
mismos honores que mi Caleta gaditana.
Pero a Marichu, ay,
no la dejan que sea oficialmente de la ciudad
donde nació. De esa San Sebastián españolísima que
tantos recordamos y amamos en su hermosura.
Marichu me ha contado atribulada su historia, y la
acompaño en el sentimiento. En el sentimiento
español por la hispana San Sebastián. Por la
latina Easo.
Marichu fue el otro
día a hacer un mandado en Madrid. Y gracias a
nuestra generosa y tradicional hospitalidad con
los inmigrantes de las bandas de delincuentes
internacionales, le robaron el bolso. Ya se
imaginan la complicación: el miedo por las llaves
de la casa perdidas, la inquietud por los cargos a
las tarjetas de crédito, los documentos personales
que hay que volver a sacar. Lo de menos en estos
casos es el dinero. Y en su calvario de anulación
de tarjetas y de petición de documentos robados,
fue Marichu a la comisaría de Policía de su barrio
para sacarse la copia del carné de identidad que
se habían llevado con el bolso. Ese DNI como una
tarjeta de crédito que ahora expiden, donde, por
cierto, parece que les da vergüenza poner la
bandera y el escudo de España, como antes tenía.
Rellenó Marichu el impreso, y cuál no sería su
sorpresa cuando el funcionario le dijo que estaba
mal:
-¿Cómo mal?
-Sí, señora: que ha
puesto usted «Nació en San Sebastián» y eso ya no
se puede poner. Hay que poner «Donosti».
-Pero si yo no he
nacido en Donosti, ¡si yo nací en San Sebastián de
toda la vida!
-Pues ésas son las
órdenes, señora: los nombres de las ciudades hay
que ponerlos en las distintas lenguas, tiene que
ser Lleida, A Coruña, Girona y Donosti.
-Ah, no - dijo
resuelta Marichu-, eso no puede ser. ¿Cómo no voy
a llevar el nombre de mi San Sebastián en el
carné? ¡Pero si yo estoy sacando el carné aquí en
Sevilla, y aquí en Sevilla, San Sebastián es San
Sebastián y no Donosti!
No hubo forma.
Marichu piensa incluso interponer recurso. Yo lo
plantearía no ante el Ministerio del Interior,
sino ante la Real Academia Española, como en
tiempo y forma es este artículo, que envío
respetuosamente a don Víctor García de la Concha,
denunciando el maltrato a los topónimos y
gentilicios castellanos en nuestra nación, fuera
de los territorios de las otras lenguas
peninsulares. Porque Marichu no es de Donosti: es
de San Sebastián, oé. Y no es donostiarra, es
easonense, oé. Estamos en una España tan
avergonzada de serlo, que yo hasta ahora conocía a
señoras que se quitaban años en el carné de
identidad, pero Marichu es la primera amiga que
conozco a la que, contra su voluntad, le han
quitado su propia patria en el DNI. Porque Donosti
será todo lo vascuence que quieran, pero es lo que
me dice Marichu:
-Chico, es que aquí
en Sevilla, lo de Donosti suena a nombre de
comando desarticulado de la ETA, no a la ciudad
donde yo nací, que es el San Sebastián de toda la
vida...
Preciosa ciudad,
Marichu, preciosa ciudad, que tantos españoles
consideramos tan nuestra...