No
vayan a creer que Japón es el país donde se hacen más
televisores, más coches, más transistores, más relojes o más
enriquecimiento en Bolsa a través del índice Nikei. Japón,
aparte de todo eso, es el país del mundo donde más tarjetas de
visita reparten los ejecutivos. Aquí en España estamos con un
amigo que es director general o presidente de una compañía, le
preguntamos el teléfono y nos dice:
-- Perdona, ¿tienes dónde
apuntarlo? Es que nunca llevo tarjetas encima.
Si ese mismo amigo fuera
japonés, te daba siete mil tarjetas. Llegan los ejecutivos
japoneses a las reuniones, a los congresos, a las convenciones
de ventas y van repartiendo tarjetas de visita como si fueran
folletos de propaganda por los buzones. Esas enormes maletas con
ruedas que vemos que los japoneses retiran en las cintas de
equipaje de los aeropuertos y luego arrastran dificultosamente
por los pasillos, ¿saben por qué son tan voluminosas? Porque
dentro traen las tarjetas de visita que se hartan luego de
repartir a todo el que se les ponga por delante. Te presentan en
un cóctel a un japonés, te hace la reverencia de la etiqueta
oriental y, ¡zas!, sin mediar palabra te pega el tarjetazo. A
lo que tenemos que decir como ese amigo importante:
-- Perdone usted, pero no puedo
darle la mía porque no llevo tarjeta.
La tarjeta de visita ha bajado
de categoría social. Antes las daban las marquesas y los
condes, con sus coronas; los médicos famosos, los abogados de
campanillas. Ahora te la dan casi exclusivamente el que viene a
arreglar el gas, el recepcionista del taller del coche o el
vendedor de la sastrería que ha quedado en mandarte el viernes
el pantalón ya arreglado a casa. Es la tarjeta a la japonesa,
de empresa, de trabajo. La otra, la particular, aquella de buena
cartulina de Muñagorri, cada vez se usa menos. Y los que la
usan para cortesías de sociedad, cada vez ponen en ellas menos
cargos. Imprimir en la tarjeta de visita personal algo más que
el nombre es una horterada, como hace ya muchos años descubrió
el novelista Angel Palomino, que cuando todo el mundo alardeaba
de títulos y ringorrangos en la cartulina, se puso, como genial
humorista que es: "Angel Palomino - Señor
Particular".
Me acuerdo de Angel Palomino
cada vez que llamo por teléfono a un amigo importante con
empresa floreciente. Lo que ponía Angel Palomino en sus
tarjetas es algo que las secretarias de dirección no admiten.
Por lo visto, no se puede ir de señor particular por la vida.
Hay que ser de algo, y ese algo se supone que es una empresa.
Llamas a ese amigo importante a su oficina, a don José Carlos,
para invitarlo a una cenita simpática en casa y te sale su
secretaria, que de momento no te conoce de nada y no tiene
noticia alguna de tu amistad con José Carlos:
-- ¿Quién dice que lo llama?
-- Ignacio, dígale a don José
Carlos que lo llama Ignacio.
Y es entonces, cuando la
secretaria no tiene la menor idea de quién sea ese osado
Ignacio que intenta hablar con don José, cuando viene la
pregunta terrible y de uso empresarial cada vez más prodigado:
-- ¿De dónde?
La vez primera que me lo
preguntaron, respondí con toda naturalidad:
-- ¿Que de dónde? De aquí de
Sevilla, señorita, de la Puerta del Arenal...
-- No, ¿de dónde, de qué
empresa? --me dijo, tajante.
En boca de las secretarias de
dirección, ese "dónde" de la pregunta no es un
adverbio de lugar: es un sinónimo de "empresa". Si
cuando llame a su don José Carlos de turno le pregunta su
secretaria que de dónde, por Dios, no se le vaya a ocurrir como
a mí, no le diga:
-- De Villanueva de la Serena.
Eso es lo que le pasó a Don
Juan Carlos en su primera visita a Andalucía como Príncipe de
España. Le presentaron a los periodistas que cubrían la
información y les iba preguntando a cada uno de qué medio era.
Como en aquella escena de la Prensa con el cameo de Julián
Cortés Cavanillas en "Vacaciones en Roma" el uno le
iba diciendo que era de "La Vanguardia" y el otro que
de "ABC". Hasta que Don Juan Carlos se acercó a uno
muy buena persona, pero muy tímido, que cubría la información
para la SER y que hasta entonces no se había presentado. Con su
simpatía de siempre, le dijo Don Juan Carlos:
-- ¿Y tú, que eres el único
que me falta? ¿Tú de dónde eres?
Y aquel azorado periodista de
la radio, en el nerviosismo de su timidez, respondió:
-- ¿Yo? De Villamanrique de la
Condesa, para servirle...