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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3099 - 25 de dicienmbre del 2003                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Aprendí a la antigua usanza las primeras letras. Sobre un viejo y amarillo cartelón de la editorial Dalmau Carles, la que publicaba las enciclopedias, una monja del de la Doctrina Cristiana nos iba señalando con un puntero las letras del abecedario, y luego nos enseñó a juntarlas. Aquella monja era la Hermana Matilde. Era de Moguer, como la copla dice que era La Parrala. O como Juan Ramón Jiménez. Que era de su misma edad, de su mismo pueblo y que había estado con ella en el mismo colegio de sus primeras letras. Entonces no podía pensarlo, porque cuando en el colegio decían que la Hermana Matilde era compañera de colegio de Juan Ramón Jiménez los niños no sabíamos aún quién era J.R.J. ni habíamos leído "Platero y yo". Más tarde sí comprendí la grandeza lírica de aquella casualidad escolar: me enseñó las primeras letras quien aprendió a leer al lado de Juan Ramón. Aquella monja que me señalaba la A y la B con el puntero quizá había podido con sus propios, ya casi apagados ojos, que el burro Platero era "pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que parece todo de algodón".

Cuando la Hermana Matilde ya nos había enseñado a juntar las letras, nos hacía leer en voz alta, en corro y por turno, un libro del que tampoco me olvido: "La emoción de España", de otro onubense, del pedagogo Manuel Siurot. El libro contaba el viaje que un niño hacía con su padre por la España del reinado de Alfonso XIII, y describía las ciudades, los monumentos, los avances tecnológicos de la época. En el relato de "La emoción de España", el niño llega a Madrid y su padre lo monta en el Metro. Queda maravillado. Y como niño gloriosamente cateto deslumbrado por la capital y los vagones veloces por los túneles, exclama una frase que no se me ha olvidado:

-- ¡Si mis amigos de la escuela vieran esto...!

Cada vez que haciendo gloriosamente el cateto voy a Madrid como el niño del libro de Siurot, me encanta montarme en el Metro. Entre otras cosas, para no ser menos que la futura Princesa de Asturias y saber el precio justo de su billete. Del Metro me maravillan los avances, la limpieza, que cada vez se parezca más al BART, al Metro de San Francisco o que tenga tanta solera como el Metro de Londres. Pero me sorprende todavía más la composición multirracial de los pasajeros del vagón. En el Metro de Madrid se tiene mayor constancia que en ningún lugar de nuestra patria que España va siendo una sociedad multirracial, multiétnica, multicultural. Todas las razas humanas que veíamos pintadas con plumas y taparrabos en las ilustraciones de la enciclopedia Dalmau Carles las tenemos al lado en el vagón del Metro, gracias a Dios sin plumas ni taparrabos, sino ganándose el digno pan en España. En uno de los últimos viajes se lo advertí a Isabel mi mujer:

-- ¿Te has dado cuenta de que en este vagón los que vamos de raza europea somos menos que los asiáticos, que los andinos, que los africanos?

Ya tenemos en el Metro de Madrid lo que antes nos sorprendía en los autobuses de Londres: aquellos pakistaníes con sus turbantes, aquellas hindúes con su sari y su lunar pintado en el entrecejo. Y lo que es más venturoso: algunos sentimos un punto de orgullo en que España, sin problemas, sin traumas, esté convirtiéndose en esta sociedad multiétnica, donde gentes de todas las esquinas del mundo, de todas las religiones, de todas las razas, de todas las lenguas, de todas las culturas, vienen a trabajar y a encontrar quizá la felicidad y el bienestar que en sus países no hallaron. Yo no sé a ustedes, pero a mí me da alegría que España sea el paraíso ansiado para todos estos ciudadanos del mundo que componen esta pequeña ONU que es ahora cada vagón del Metro, cada supermercado de barrio, cada escuela.

Y esto debe de ocurrir en toda España, porque mi observación de sociología parda en el Metro de Madrid la he visto ahora confirmada por las estadísticas demográficas de la ciudad donde vivo. El número de inmigrantes se incrementa en Sevilla un 40 por ciento cada año. Cada vez hay más residentes de origen extranjero. De distinta naturaleza. Antes los extranjeros que vivían en Sevilla eran casi exclusivamente cuatro ingleses locos y cinco americanos ricos, trasuntos de viajeros románticos, medio artistas, deslumbrados por el flamenco y la fascinación de Andalucía, que se habían alquilado un pisito en el barrio de Santa Cruz. Ahora son ecuatorianos, colombianos, marroquíes, chinos, senegaleses, que han venido a buscar aquí el digno pan que su tierra les negaba. Si el niño del libro de Siurot viviera ahora y los viese, no exclamaría ya: "Si mis amigos de la escuela vieran esto..." Porque a sus amigos de la escuela les parece gracias a Dios lo más normal que sus compañeros de clase sean un niño ecuatoriano y una niña china.

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