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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3113 -1 de abril del 2004                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Los que tenemos en casa un perro o un gato sabemos que estos animales, cuya compañía nos hace mejores a los hombres, nos dan a menudo supremas lecciones de cariño y lealtad. Capaces de sufrimiento, deben de tener algún tipo de alma. Así me lo ha demostrado Rómulo, mi gatito callejero salvado del arroyo y convertido en rey de la casa que comparte con su hermanastro Remo, el de "Gatos sin fronteras", y con un tercero, "Adriano", paisano por gaditano de la madre del emperador que llevó hasta Gran Bretaña, como símbolo de la civilización de Roma, estos felinos que los ingleses adoran.

En los terribles días de la matanza de Madrid, cuando la televisión desgranaba las noticias del abyecto asesinato colectivo, vi que mis gatos, comúnmente contentos, encantados de pegarse la gran vida, estaban muy tristes. "Tres tristes tigres", no: tres tristes gatos que retitulaban la novela de Cabrera Infante. Los animales de compañía nos aventajan tanto con su sexto sentido que perciben cuando algo raro ocurre. No sólo los gatos presagian las tormentas y los perros adivinan nuestro estado de ánimo, sino que advierten las situaciones extrañas. Así mis gatos en los terribles días de Atocha.

De los tres, Rómulo, el pequeño europeo común atigrado, era el más apenado y triste, siendo normalmente el más comunicativo, cariñoso, saltarín, travieso, entrometido y sinvergonzón de los tres. Estaba la televisión aún dando noticias espantosas de las explosiones asesinas cuando el gato, de pronto, desapareció. No se encontraba por toda la casa. Lo buscamos por todos sitios. En sus escondites preferidos habituales: en el vestidor de Isabel, plácidamente dormido entre la lana de los jerseys; acurrucado sobre el televisor, a su calorcito; hecho un ovillo en un perdido sofá del salón. En ningún sitio estaba. Hasta que por fin lo hallamos debajo de nuestra cama, pero en el lugar más recóndito. No lo pudimos sacar ni ofreciéndole sus más ansiados caramelos de salmón. Allí se mantuvo horas y horas. No salió ni a comer, aunque le hicimos sonar el frasco de las croquetas del pienso equilibrado que lo hacen correr hacia su plato. Salía al cajón sanitario cuando no lo veíamos, y se volvía a ocultar. Sólo al día siguiente salió, pero siguió sin probar bocado, siendo el más comilón y ansioso de nuestros tres gatos. Sin querer nada con nadie. Andaba por la casa atemorizado. Rechazaba las caricias que suele agradecer tumbándose en el suelo y dejándose manosear. Se ponía en un rincón, acobardado, con las cuatro patas muy flexionadas y el cuerpo pegado al suelo. El gato tenía una depresión de caballo.

Ahora he sabido por qué mi gato Rómulo estaba tan deprimido. Estaba de luto. Puedo jurar que en España ha guardado los tres días de luto hasta el gato. Rómulo, deprimidísimo, lo ha guardado. Igual que en aquellas amargas horas los humanos se transmitían noticias por sus teléfonos móviles, como los mágicos gatos tienen sus propios sistemas de comunicación, estoy seguro de que se enviaron mensajes cortos SMS por su telepatía especial y misteriosa. Gracias a Catherine Soriano, una amiga gatera de Madrid, he sabido finalmente por qué Rómulo estaba que no levantaba cabeza. Era por Truchi. Truchi es una cariñosa y hermosa gata siamesa de seis años, que vivía en Alcalá de Henares, en casa de una muchacha de diecinueve, estudiante de Filología Inglesa en la Complutense, Angélica González García. Truchi era la alegría de Angélica. La he visto en una foto de Nochebuena: Angélica le ha puesto una corbata a la gata para la fiesta y está allí Truchi, feliz y sumisa a pesar de la fama de los siameses. Truchi acompañaba a Angélica en su cuarto mientras estudiaba. Iba con ella por toda la casa, como un perrito. Dejaba que le acariciara la barrigota. Dormía en su cama, acurrucadas las dos. Cada mañana, antes de salir hacia la Facultad, Truchi se acercaba a Angélica para que le diera un beso de despedida. Así se lo dio aquella mañana del 11 de marzo de 2004 en que, como todos los amaneceres del curso, iba a tomar el tren hacia su Facultad. El tren que tomó Angélica aquella mañana fue el que los asesinos hicieron estallar en Santa Engracia. Truchi seguro que lo supo al instante. Y sabe por qué Angélica no ha vuelto. Desde aquella mañana en que había dormido con ella como todos los días, Truchi vaga penando por la casa. Va a la cama de Angélica. La huele buscándola. Se arrebuja en su ropa, y allí se pasa las horas, como si se negara a separarse de lo único que le queda de su amiga: su olor, su espíritu, su alma.

Yo no sabía por qué mi gato estaba tan triste y azul, y ahora lo sé. Por esa telepatía sin necesidad de SMS que tienen estos que fueron dioses en el antiguo Egipto, Truchi le contó su tragedia. Rómulo estaba, como yo ahora, pensando en los azules ojos de la siamesa Truchi, inmensos como el mundo, incapaces de albergar tanto dolor, tanta tristeza, tanta rabia por la muchacha que ya no podrá nunca más dormir acurrucada con una gata que la sigue esperando en un hogar donde permanece la cercanía de su juventud, de su sonrisa. De su vida.

Angélica, con su gata Truchi
La historia de Angélica, en "20 Minutos"

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"Gatos sin fronteras"

Gatos, perros y otros maravillosos animales

 

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