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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3133 - 19 de agosto del 2004                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Como el conserje del Museo del Prado no le da la menor importancia a Las Meninas, porque casi convive con ellas, los españoles no valoramos la fruta maravillosa que como un cuerno de la abundancia dan nuestras huertas y nuestros cultivos bajo plástico. Cuando estoy en una ciudad extranjera, como me gusta visitar los mercados igual que los museos o las catedrales, para conocer bien cómo es esa sociedad, suelo detenerme en los puestos de frutas. Me fijo en sus cajas de cartón, en sus envases. Y esté en Alemania, en Francia o en Austria, siempre compruebo lo mismo: las mejores, más vistosas, mas hermosas frutas como bodegón de comedor de casa buena, son las que han llegado desde España. Las cajas de esas fresas, esas guindas, esas nectarinas, esas chirimoyas, tienen rótulos de topónimos españoles: Murcia, Almería, Cáceres. Los españoles no valoramos aquí lo que aprecian por ahí, pues esas frutas alcanzan en los mercados europeos precios tales que sus tablillas parecen cotizaciones de Bolsa. En el mercado de Amsterdam los diamantes alcanzan un precio similar al que en su plaza de abastos tienen las cerezas del Valle del Jerte.

Y como los extranjeros son los que de verdad valoran nuestras frutas, ellos son quienes sacan más provecho a algo propio de la estación: esos sombrajos que los agricultores ponen en los bordes de las carreteras, para vender melones y sandias a pie de mato. Se detienen los turistas extranjeros en esos puestos de melones y sandias como los españoles curioseamos por las gangas de las tiendas de los coreanos en la calle Canal de Nueva York, con igual sorpresa ante la baratura de los precios. Y hay en estos puestos, especialmente en los que ponen en las ciudades, una práctica de venta que debería extenderse a todo lo que podamos comprar: la cata y cala. Algunos vendedores de melones los pregonan así:

-- ¡Melones, melones, a cala y a cata!

La cala y cata es que puedes probar el melón que vas a comprar antes de llevártelo. Cuando le has echado el ojo a una pieza, rotunda como balón de fútbol americano en película de Melanie Griffith, el melonero, con una navaja, muy diestramente, hace una precisa incisión triangular en la fruta y te da ese trozo fresco y dulce para que lo pruebes, a ver si te gusta. Y como suele gustarnos, coloca luego ese triángulo en la verde o amarilla superficie lustrosa del melón y te lo vende.

Es una absoluta contradicción en la sociedad de libre mercado en que vivimos que podamos probar un melón, que vale cuatro perras gordas, antes de comprarlo, y que en cambio tengamos que tragarnos sin ver productos que cuestan siete mil millones de veces más. Un piso mismo, o una casa: compramos generalmente el piso nuevo o la casita adosada de la segunda residencia sobre planos, sin la menor posibilidad de cata y cala. Piso o casa que vale por lo menos cuarenta millones de veces más que el melón nos lo tragamos como venga, dulce o amargo. Sin posibilidad alguna de prueba de los elementos que nos harán la vida agradable o incómoda. Las señoras pueden probarse las veces que quieran el vestido que se van a comprar. Aunque no valga más de 60 euros, se tiran la mañana en el probador, pidiendo que le cojan los bajos o que le suelten las mangas. Esa misma señora que hasta gasta los espejos de los probadores viendo cómo le queda el vestido de 60 euros, firma en cambio sin verlo la compra del piso nuevo por lo menos 300.000 euros. No sabe cómo la va a quedar de amplia la cocina, si los armarios le van a tirar de la sisa de que no le quepa la ropa de cama, si el pavimento es tan molesto que se ensucia con nada. Como hay probadores en las tiendas, debería haber probadores en las inmobiliarias. Pisos pilotos que no solamente se pudieran visitar, sino donde nos pudiéramos ir a vivir durante una semana, con nuestros muebles y con la cómoda de la abuela, para ver cómo funcionaba aquello.

Paso ante el puesto de los melones y envidio a los extranjeros que prueban su dulzor en el rito de la cala y la cata. Porque como les dije, hemos hecho obras en el piso para que en un futuro no seamos algo tan lamentable como unos viejos viviendo en una casa que se cae a pedazos. Y entre las reformas, hemos puesto completamente nueva la cocina. Sin haber podido probar antes la utilidad de sus muebles, su funcionalidad. Y no es lo que iba a ser. Si la hubiéramos podido probar, hubiera sido muy distinta, sin estos fallos garrafales. Cocina cuyos muebles te valen ya como un coche. Ese coche nuevo de 25.000 euros que vas a comprar lo puedes probar en ciudad y en carretera; hasta te dan un vehículo de demostración para que lo tengas un par de días. Esta cocina que nos ha costado más que un coche nos la hemos tenido que tragar con todos sus inconvenientes sin la menor posibilidad de cala y cata, cuando nos probamos diez veces unos pantalones vaqueros antes de comprarlos. Habría que extender la práctica comercial de la compra del melón a todo el mercado de nuestra sociedad. Hasta los políticos los deberían dar a cala y a cata, antes que los eligiéramos sin saber cómo van funcionar en el poder.

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