De todos
los fastos y rituales del verano que ya acaba, me quedo con el
lance de la mesa de Gutiérrez, acaecido en un restaurante de Palma
de Mallorca. Fue que los Príncipes de Asturias decidieron ir solos
a cenar en amor y compaña a un restaurante de buena cocina y mejor
fama de estar a la moda en la isla. Querían hacerlo como el joven
matrimonio que son, como cualquier pareja que se haya casado en
mayo y que quiera aprovechar que todavía no tienen niños ni, con
ellos, la servidumbre de los biberones y los cambios de pañales,
en que la maternidad ofrenda gustosamente esa reclusión temporal
que significa la llegada de un bebé hasta que la casa se organiza
con abuelos que se queden con él a la hora de salir a cenar los
padres o estudiantes que echen horas como canguros, cuidándolos en
su ausencia.Ese restaurante mallorquín de
moda es de los que, como loa aviones de final de vacaciones,
tienen lista de espera. Una de las cosas que nos ha traído Europa
es el rito de la reserva de mesa en los restaurantes. Antes podías
acudir donde quisieras y a la hora que fuera, que tenías mesa; ya
hasta la más humilde Casa Paco de tu barrio tiene reserva de mesas
y como lo hayas hecho, te quedas sin cenar como España se quedó
sin Gibraltar hace trescientos años.
El Príncipe de Asturias quiso reservar, con la
mesa, su intimidad y privacidad, por lo que se la guardaron a
nombre de "Gutiérrez". En estos veranos sin Rodríguez satirones
que se queden solos en la ciudad con su leyenda de picos pardos
mientras la familia veranea, está bien que haya habido un
Gutiérrez, un egregio Gutiérrez, que reivindique el lustre de un
apellido corriente y moliente. Que fue el causante del referido
lance. Como quiera que aquellos señores de Gutiérrez se retrasaban
en llegar a la hora de la reserva y el restaurante estaba de bote
en bote, el dueño del establecimiento, viendo que no venían, sentó
en la mesa del tal e impuntual Gutiérrez a un señor de apellido
bastante más conocido en Mallorca: March. Pidió su cena la mesa
del señor March y en esto fue que se presentó el tal Gutiérrez.
Que se supo entonces que no era Gutiérrez propiamente dicho, sino
de la rama Borbón y Grecia de los Gutiérrez. Conoció entonces el
Príncipe de Asturias lo que vale un peine de ir por la vida de
Gutiérrez. A los Gutiérrez, naturalmente, nos quitan la mesa si no
nos presentamos a la hora de la reserva, e incluso farfullan de
nosotros los dueños de los restaurantes:
-- ¡Qué tío más informal este Gutiérrez! Cuidado
que dejarme colgada una mesa, con la cantidad de reservas que he
tenido que rechazar...
Gutiérrez, digo, el Príncipe de Asturias, tuvo
que esperar en la barra hasta que se quedó mesa libre, con la
habitual convidada que a copa y tapa que la casa suele ofrecer en
esos casos para alegrar la espera. Hasta que al punto un
matrimonio que estaba cenando y advirtió que estaban allí los
Príncipes de Asturias aguardando turno como si fuera en la cola
del remonte de una estación de esquí, se levantó sin tomar el
postre y les cedió, como un homenaje, su mesa. Aquí acabó la
digamos "gutierridad" de los Príncipes de Asturias. El Gutiérrez
propiamente dicho, si ha llegado tarde a la hora de la reserva y
se la han dado a otro, se tiene que tomar en la barra no una, sino
hasta tres copas, hasta que se queda una mesa libre, por tardón e
impuntual, ya que nadie se autocastiga sin postre para darle la
suya.
El lance balear del señor Gutiérrez demuestra
que nadie está conforme con lo que tiene. Los hay que estarían
dispuesto a morir y a matar con tal de ser famosos, lampando por
la notoriedad y la popularidad (y a los programas cutres
televisivos me remito), y los hay que darían cuanto tienen con tal
de poder cumplir con el consejo que aquel guardia civil daba a su
hijo:
-- Hijo mío, actúa en esta vida de tal forma que
tu nombre nunca tenga que salir en los periódicos.
Por querer ir por la vida de Gutiérrez, el
Príncipe de Asturias ha salido en los periódicos. Y lo peor de
todo es que la ocurrirá como a su augusto bisabuelo. El Rey Don
Alfonso XIII era aficionado a las carreras de caballos y tenía una
cuadra de pura sangres, que corrían en los hipódromos como
propiedad del Duque de Toledo. Lo del Duque de Toledo acabó siendo
como lo de Gutiérrez en Mallorca: todo el mundo sabía que aquellos
caballos eran del Rey de España y hasta los aduladores se gastaban
fortunas apostando por ellos, aun sabiendo que no partían como
favoritos. Revelado el secreto de Gutiérrez, lo temo por los
Gutiérrez propiamente dichos y así apellidados. Cuando llamen, por
ejemplo, para esa especie de medalla olímpica del lustre social
que es conseguir una reserva de mesa en Casa Lucio, les dirán que
lo sienten, que está todo lleno. Y cuando insistan que son el
famoso señor Gutiérrez, seguro que el simpático mesonero Blázquez
les dirá, con su gracia de la Cava Baja:
-- Vamos, ande, que ya es el tercer Gutiérrez
que llama hoy para reservar, a ver si pico, me creo que es el
Príncipe de Asturias y le doy mesa,
Y de las de abajo de Lucio, que son las vips...