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Anteriores entregas de "Jazmines en el ojal"


Domingo, 5 de diciembre de 1999

Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Retorno al pan de pueblo

NUESTRAS CIUDADES SE VUELVEN A LLENAR de panaderías que ocultan su nombre, no sé si púdica o comercialmente. Sus muestras comerciales ponen "Boutique del Pan", ponen "Horno de Teresa". Todo menos la vieja, rotunda, olorosa palabra: panadería, que la lees y ya estás oliendo las hogazas recién cocidas, las crujientes roscas, las sacramentales teleras, como sacadas de aquella Santa Cena de Leonardo que estaba en todos los comedores estilo Chippendale, encima del aparador... Uf, qué antigüedad de jazmín acabo de escribir: aparador. El aparador está ya en el hogar del pensionista de las modas de los muebles. Allí debe de ver pasar sus horas junto a otro mueble del comedor igualmente desaparecido del mapa: el trinchero. Y muchos más que hay en el asilo: el paragüero de los sombreros, las gabardinas y los paraguas que había a la entrada de las casas. O las calzadoras, que nunca cumplían la comodidad para la que fueron construidas, y que, indultadas por su casta, vemos en los catálogos de subastas.

Las ciudades se vuelven a llenar de panaderías, pero son por el plan nuevo. Son como un vergonzante parte de la victoria en la batalla del pan, que ganó finalmente la guerra de las dietas. Tantos no se deben de haber quitado del tabaco, pese a la persecución del prohibicionismo, cuando quedan tantos estancos. Tantos no se deben de haber quitado del pan, cuando cada día abren un horno, mixto de tienda de exquisiteces y de confitería, de bollería y de bombonería, mechado de cafetería y trufado de salón de té. Si tantas tiendas de pan están abriendo es porque nos hemos dejado de cuentos de hábitos alimentarios y hemos vuelto al pan. En esos candeales escaparates de pan de payés, de chapatas, de molletes, de repápalos, de pataquetas, se demuestra que o no le hacemos ya caso a los endocrinos o hemos tirado por la calle de enmedio de volver al pan de verdad y dejarnos de cuentos de las piezas de molde en su plástico, con ese cierre de un alambrito revestido de plástico que siempre se perdía cuando sacábamos la tostada del desayuno. No sabíamos nunca qué era más de plástico en el pan de molde: si la envuelta impresa con mil pruebas de compra para mil sorteos, o si el contenido de sus piezas rectangulares, blancuzcas. Hombre, ya que por la dieta sólo tomamos pan en el desayuno --parece que hemos pensado todos al mismo tiempo--, que sea pan de verdad, pan de toda la vida, pan de refrán de certeza de claridades: al pan, pan, y al vino, Ribera o Rioja.

Hago omisión, por espantosa, de la otra nueva observancia en panificadora materia: el baguette, qué horror. Y de las tiendas a que esta voz y uso ha dado origen: las bagueterías, castellanizadas (en mala hora) como las hamburgueserías. Me da la impresión de que la gente cree que así, con nombre francés, engorda menos que dicho en castellano, que fuera ese pan como más liviano. Me resisto a escribir lo de light, porque me da la risa cuando me acuerdo del que vende helados en la playa de Cádiz:

-- Todos los helados son ligth... La hay de turrón, la hay de vainilla, la hay de fresa...

¿Baguette? Hasta esta moda de los bocadillos a la francesa, yo no conocía más baguettes que esa forma de tallar los diamantes. Las de pan eran y son barras. Heráldicas barras de las armas de Aragón con trigo de las tierras castellanas de pan llevar. Gloriosas barras para ser untadas con manteca colorada, para recibir, tostadas, el riego del aceite de oliva. Las barras ahora son las menos, las derrotadas paradójicamente en el imperio comercial del bocadillo "listo para llevar", que no es otra cosa que la reinvención de los míticos bocadillos de calamares o de aquella exquisitez de los bares de Facultad que eran los bocadillos de anchoas. El pan se prefiere integral. Que era el pan negro de los racionamientos de la postguerra. Ahora es una exquisitez lo que en nuestra infancia un azote apocalíptico de los caballos de la guerra. La gente suspiraba por el pan blanco igual que ahora vamos de tienda en tienda hasta encontrar el tipo de pan moreno, de pan integral que buscamos.

Lo más sorprendente es cómo desde nuestra cultura urbana hay ese irresistible regreso a las raíces, a lo Guntha Kinte, en materia de pan, hace poco fruta prohibida por los dietistas, ahora general moda. Es el eterno retorno al pueblo de donde, generación arriba, generación abajo, todos venimos. ¿Se han fijado en que todo el pan de la ciudad que se precie nos lo quieren vender como pan de pueblo, como pan campesino, como pan de payés, como pan rústico? Voy al supermercado, y junto a las germanías del pan de centeno, del pan de linaza, veo que los fabricantes del Bimbo plastificado de toda la vida recorren la obligada vía del calatraveño del horno en la obligada vuelta al pueblo. "Pan rústico" se llama éste que viene en un plástico al que, en la moda, han disfrazado de papel de estraza. Semeja la envoltura a aquel papel de los paquetes que no usaban en modo alguno en las panaderías, sino en las tiendas de ultramarinos y coloniales, porque a las panaderías íbamos con la talega, la familiar, la modesta talega, llena siempre por dentro de miguitas y hasta de algún mendrugo del pan duro que servía para hacer por las noches la socorrida sopa de ajo o la nutriente sopa de picadillo, aquella que hacía decir a un amigo que se nos fue, jinete por las marismas:

-- Yo con sopa de picadillo y pijotas fritas soy capaz de llegar al fin del mundo...

Este amigo jinete que se fue, que en su caballo se metía por los caminos reales de la Mesta y recorría nuestros pueblos, probablemente descubriría hoy que las panaderías de pueblo han sido sustituidas por supermercados en dosis homeopáticas, todas con sus estanterías para el autoservicio en la cesta de plástico, y que es más que posible que en la parte donde tienen los bollos, por eso de las contracciones e incoherencias que va en la masa de la sangre de nuestro tiempo, quizá haya un letrero que ponga: "Pan de capital".


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Elogio de la tienda de comestibles 
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