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Era
a la hora en que el sol del mediodía doraba su cuidadísimo
jardín florecido por la primavera. Llegabas a su casa de La
Palmera, silencio y alfombras, penumbras de cuadros antiguos y
oscuros, y te recibía un criado, guerrera color albero de azules
bocamangas, blancos guantes: "Los señores están en el jardín". Y
te acompañaba a aquella delicia de palmeras, jacarandas, árboles
del amor, tupidos cipreses que ocultaban la calle donde
cascabeleaban los collarines de los coches de caballos. Pasabas
a aquel jardín de las delicias, sonriente la primavera,
estallantes las buganvillas de delicados colores, y no acababas
de saludar a los señores cuando otro criado te ponía un catavino
de fino en tu mano. Era un poco de Jerez y un poco de
Inglaterra, un poco de Boston y un mucho de Sevilla. El señor
era aquel caballero barbado, canoso, elegante, bien vestido,
amabilísimo, amigo de sus amigos. Adulado por los bailadores del
agua. Graciosos profesionales, simpáticos de carrera, que lo
mismo cantiñeaban que te hablaban de toros, de monterías, de
caballos o de mujeres. Los agradadores. Se había venido de Jerez
y lo habían seguido los agradadores, que tenían la palabra
exacta sobre la bravura de su último toro lidiado por Curro el
Domingo de Resurrección, sobre la finura del último caballo que
había comprado a su adorado hijo, sobre la belleza de su mujer o
la grandiosidad de su casa. Tomadas las
copas de la espera en el jardín de albero, la corte subía a los
coches una vez que hubieran llegado los importantes personajes
que aguardaban: un banquero americano como el de Trinidad la de
la Puerta Real, quizás un embajador remotamente europeo y
despistado en los ritos de la tierra. Cascabeleaban los coches
de caballos camino de la Feria. Todo el mundo sabía quién iba
allí. Todo el mundo lo saludaba. Llegaban al Real y paraban a la
puerta de la caseta. Gloria bendita. Toda Sevilla quería ser
convidada. Era un privilegio estar allí. Langostinos como
saxofones. El mejor cante. Las más hermosas hembras. El jamón
con más jotas del mundo. Que no falte de nada. Allí, hasta la
hora de los toros. Otra vez los coches, el cascabeleo, la luz de
la primavera, la brisita del río, las jacarandas en flor, con el
amor de un hombre maduro y la felicidad de su prosperidad, entre
la fingida amistad de ocasión de quienes lo acompañaban. Y en
los toros, la mejor barrera, junto a los capotes. Y para los
acompañantes, los mejores tendidos. Qué señorío...
Era la hora del cascabeleo de los coches a la
puerta de su casa y de la primera copa que daba el criado de
guante blanco cuando este machadiano señor de Sevilla entraba en
la cárcel. Estaba anciano, enfermo, derrotado, arruinado,
abandonado.
Y solo.
Con los colores de las buganvillas, Valdés
Leal sigue pintando cuadros terribles: "Sic transit gloria
mundi".
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