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El Recuadro   

 Antonio Burgos
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El Mundo, miércoles 28 de abril del 2004

  ¿QUIÉN HACE ESTO?    Abel Infanzón de hoynewchico.gif (899 bytes)          


ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Un hombre solo

Era a la hora en que el sol del mediodía doraba su cuidadísimo jardín florecido por la primavera. Llegabas a su casa de La Palmera, silencio y alfombras, penumbras de cuadros antiguos y oscuros, y te recibía un criado, guerrera color albero de azules bocamangas, blancos guantes: "Los señores están en el jardín". Y te acompañaba a aquella delicia de palmeras, jacarandas, árboles del amor, tupidos cipreses que ocultaban la calle donde cascabeleaban los collarines de los coches de caballos. Pasabas a aquel jardín de las delicias, sonriente la primavera, estallantes las buganvillas de delicados colores, y no acababas de saludar a los señores cuando otro criado te ponía un catavino de fino en tu mano. Era un poco de Jerez y un poco de Inglaterra, un poco de Boston y un mucho de Sevilla. El señor era aquel caballero barbado, canoso, elegante, bien vestido, amabilísimo, amigo de sus amigos. Adulado por los bailadores del agua. Graciosos profesionales, simpáticos de carrera, que lo mismo cantiñeaban que te hablaban de toros, de monterías, de caballos o de mujeres. Los agradadores. Se había venido de Jerez y lo habían seguido los agradadores, que tenían la palabra exacta sobre la bravura de su último toro lidiado por Curro el Domingo de Resurrección, sobre la finura del último caballo que había comprado a su adorado hijo, sobre la belleza de su mujer o la grandiosidad de su casa.

Tomadas las copas de la espera en el jardín de albero, la corte subía a los coches una vez que hubieran llegado los importantes personajes que aguardaban: un banquero americano como el de Trinidad la de la Puerta Real, quizás un embajador remotamente europeo y despistado en los ritos de la tierra. Cascabeleaban los coches de caballos camino de la Feria. Todo el mundo sabía quién iba allí. Todo el mundo lo saludaba. Llegaban al Real y paraban a la puerta de la caseta. Gloria bendita. Toda Sevilla quería ser convidada. Era un privilegio estar allí. Langostinos como saxofones. El mejor cante. Las más hermosas hembras. El jamón con más jotas del mundo. Que no falte de nada. Allí, hasta la hora de los toros. Otra vez los coches, el cascabeleo, la luz de la primavera, la brisita del río, las jacarandas en flor, con el amor de un hombre maduro y la felicidad de su prosperidad, entre la fingida amistad de ocasión de quienes lo acompañaban. Y en los toros, la mejor barrera, junto a los capotes. Y para los acompañantes, los mejores tendidos. Qué señorío...

Era la hora del cascabeleo de los coches a la puerta de su casa y de la primera copa que daba el criado de guante blanco cuando este machadiano señor de Sevilla entraba en la cárcel. Estaba anciano, enfermo, derrotado, arruinado, abandonado.

Y solo.

Con los colores de las buganvillas, Valdés Leal sigue pintando cuadros terribles: "Sic transit gloria mundi".


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