TIENE
el cielo de Sevilla el color plomizo que nos anuncia ya la
belleza de la luz otoñal de los Tosantos, de las hojas
secas en las avenidas del Parque por el día de San
Clemente, y pienso en el tono antiguo que tendrán los
fustes de las columnas de los Hércules de la Alameda. En el
homenaje de la memoria, hoy tiendo un crespón negro que una
esas columnas, como el día que enterraron a
Joselito el Gallo los gitanos de bronce de Benlliure,
y en ese crespón negro pongo, a modo de epitafio, un
trabalenguas tocado con la sinfónica de siete pitos de
caña y dos huesos pelados de jamón que hacen de violines:
«Churrimangui lavativa del tupé, bastine palpité,
maletín sansón». Ese epitafio en el plomizo cielo de
Sevilla, en la panza de la burra del panadero de Alcalá, me
dice hoy sobre la memoria de los puestos de cristales de la
Alameda, sobre los telones que proyectan «El negro que
tenía el alma blanca», sobre los veladores con copitas de
aguardiente de guindas, que ha muerto Escalera, el último
de los murguistas sevillanos.
Y busco en la memoria de la ronda de
tranvías y corchotaponeros, de duros de Cobián y de
anarquistas que salen de nazarenos en la Piedad de Santa
Marina, una copla que la murga cantaba en las noches
pecadoras de la Alameda:
Cuando se muera Escalera
van a decir los chiquillos.
«Ahí va la chimenea
de la Fábrica Tornillos...
Escalera ha muerto sin chiquillos que lo
canten, sin chimeneas que le hagan la competencia a la Torre
de los Perdigones, sin fábricas de tornillos en una ronda
de galeras de Aramburu camino del muelle de Saturnino
Barneto. Cuando se muera Escalera, que se ha muerto, vamos a
decir los viejos chiquillos de Sevilla, dejando por un
momento el trompo y la billarda, la piola y la caza de
zapateros en los charcos, que ahí va no la Fábrica
Tornillos, sino un trozo de la Sevilla de la Exposición, de
la ciudad del hambre y de la gloria, de la guasa de noches
de chaquetas blancas y moñas de jazmines, de coches de
caballos que van para El Prado, hacia el Teatro Portela, y
allá que marchan los murguistas, todos los descendientes de
Pavón, de Los Rondán, de Los Medinas Sevillanos, de Los
Melgarejos.
A la cabeza de todos, capitán general
con mando en plaza de la Europa, va Regaera, del que dicen
murgas enciclopédicas que nació «en el pueblo de Verdún,
en una fabricación de cisco de picón y cajas de betún».
Y allá van Carabolso, y Taburete, y Panseco, y Manolín.
Sevilla les ha sacado una fotografía en la galería de
Arellano en la calle Cuna, como a las novias ricas, y
Escalera está ahora iluminando y retocando esa fotografía
del recuerdo en su pisito del Polígono Norte. Tiene planta
de niño grande, tez colorada como si se le hubiera quedado
el maquillaje de la última actuación. Es un chafarrinón
solanesco de una Sevilla que ya no existe. ¿De verdad que
ha muerto ahora Escalera? ¿O murió cuando en el último
cuarto trastero se rompió, ay, la última pizarra de la
última placa que vendieron en el Jueves, con aquel
«Sevilla aIways, Sevilla yes» de una ciudad que hablaba el
inglés de los guachis del muelle que llevaban a los
embarcados a las casas de niñas de la calle Escarpín?
« Sevilla aIways, Sevilla yes», ha enterrado a Escalera
en la memoria de un cielo plomizo, y como lo que cae del
cielo no hace daño, ha bajado una lluvia entre cantares,
que es una lágrima que nos dice que cuando se muera
Escalera, van a decir algunos viejos chiquillos de Sevilla
que murió el último de la murga, pero que quedan muchos
murguistas. Dicho en palabras del propio Escalera:
«Manolito, pito, pito, Manolito, pito, pon, Manolito, deja
el pito para mejor ocasión».
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