Nos
quedamos la semana pasada con
las maletas en la mano, cargando con ellas en el aeropuerto o
en la estación, en esta España tan moderna y con tanta calidad de
vida, pero sin los antiguos mozos de equipajes que te echaban una
mano a cambio de esa fórmula de pago que es como la expresión
monetaria de un deseo o de una magnanimidad: "la voluntad". Lo
cual a veces es un peligro para quien nos ha prestado sus
ocasionales servicios. Cuando preguntas a alguien cuánto le debes
y te responde que "la voluntad", el trabajador eventualísimo que
debe cobrar se expone a que el pagador ande bastante corto de
voluntad. O le ocurra lo que ahora a las propinas. Donde más se ha
notado la llegada del euro y los tormentos del redondeo no ha sido
en el precio del caf� tomado en un bar: ha sido en las propinas.
Tras la llegada del euro, los españoles nos
dividimos en dos grandes grupos a la hora de las propinas:
1. Los que tras pagar al taxista una carrera de
7,25 euros con con un billete de 10 euros, al recibir la vuelta
saben cuántos céntimos han de dejar de propina para no quedar ni
como unos tacañones ni como unos dilapidadores de capital.
2. Los que tras recibir por la dicha carrera la
mencionada vuelta del billete de 10 euros, hacen con ese cambio de
2,75 euros (457 pesetas, no se olvide) una de estas tres cosas: a)
decir al taxista que se quede con la vuelta, lo cual es pasarse en
la esplendidez: dejar 457 pesetas de propina por una carrera de
1.209 pesetas, ¿no cree usted que un poco excesivo?
b) dar de propina el redondeo de 1 euro, con lo
queda uno exactamente como el personaje cuya efigie viene en esa
moneda; esto es, como un rey.
c) dejar de propina una monedita de 20 céntimos,
lo cual es una ridiculez, 33 pesetas: para eso, mejor no dejar
nada.
¿Usted no ve? --nos dirán los responsables del
transporte público aéreo o por ferrocarril--, todos estos
problemas de la adaptación de la hispánica propina al euro se han
evitado haciendo desaparecer los mozos de equipajes de estaciones
y aeropuertos. Y esa desaparición de los maleteros y la maldición
bíblica de cargar con el equipaje con el sudor de nuestra frente,
es, según la encuesta de mi CIS particular, la que est�
produciendo el actual esplendor de las "vacaciones a bordo", la
popularidad de los cruceros, ora por el Báltico, ora por el
Caribe, ya por las islas griegas, ya por los puertos del
Mediterráneo. He oído múltiples elogios de los cruceros por parte
de quienes los gozan. Algunos hasta se han hecho famosos como
cruceristas. Marisa y Enrique Fernández, el antiguo dueño de la
cadena de restaurantes Charlot en Madrid, alcanzaron fama mundial
y hasta salieron en los telediarios por su condición de viajeros
de un crucero. Marisa y Enrique eran los únicos viajeros españoles
en la singladura inaugural del "Queen Mary II" desde Londres a
Nueva York.
Travesía en la que, oh maravilla, no tuvieron
que tocar una maleta. He descubierto que ese es el máximo
aliciente de los cruceros. Recorrer medio mundo, visitar Venecia,
Atenas, La Habana, Miami, Tánger o Copenhague, sin que tengas que
cargar con tu propia maleta para arriba y para abajo en cada
aeropuerto o estación. Mi hermana Fina es una ferviente defensora
de esta forma de eludir un mundo sin maleteros: a través de los
cruceros. El año pasado, que zarp� de Venecia, me dijo:
-- ¿T� sabes lo que es llegar a Venecia, que te
recojan tus maletas los del barco, que vayas all�, que te
encuentres las maletas ya puestas en tu camarote y que puedas
visitar media Italia y media Grecia sin tener que andar que voy y
que vengo con la maleta para arriba y para abajo? Lo mejor de los
cruceros es visitar tantas ciudades sin tener que cargar con las
maletas. Y luego, el último día, que las dejes de madrugada a la
puerta del camarote y te las encuentres directamente en el
mostrador de facturación del avión que vayas a tomar para volver a
tu casa...
Tan entusiasmada est� Fina mi hermana con los
cruceros sin maletas que este verano se va a hacer, si es que no
est� ya haciéndola, la ruta nórdica, la de esas playas donde hace
tanto frío y esos puertos con esos marineros tan rubios y con
tantas haches intercaladas en el nombre. Llegar�, me parece, desde
Amsterdam a San Petersburgo sin tener que subir y bajar la maleta
en una sola de las ciudades de su periplo. Tiene ciertamente que
ser una maravilla admirar los cuadros del Ermitage sin pensar que
a la vuelta al aeropuerto nos espera otra vez el trajín de maletas
arriba y maletas abajo hacia Estocolmo. Cuando en agosto comience
mis sudorosas vacaciones trabajando duramente el carrito de un
aeropuerto, cargado hasta la corcha de maletas camino del
fresquito de Suiza y no teniendo más remedio que portearme yo
mismo y solito el equipaje a la salida y a la llegada a Zurich en
este mundo sin maleteros, envidiar� a mi hermana Fina y me hundir�
en la miseria, deslomado por el autoservicio de la carga y
descarga. Pensar� que Fina entonces estar� admirando las bellezas
del Mar del Norte sin tener que cargar con una sola maleta ni que
empujar un solo carrito de aeropuerto.