Los zapatitos del niño
Había en Sevilla una
sabia y prudente mujer, de la que algunos todavía
recuerdan la inteligencia de su sonrisa, que fue la
primera zapatera que tuvo la ciudad, pues abrió
comercio de chicarrería y con empeño sólo
superado por su esfuerzo ganó fama, y labró
considerada, larga y principal clientela para su
establecimiento, que puso en la calle que llamaban
de Gradas. Allí su seriedad y tesón, de nación
castellana, hicieron que pronto, y nunca mejor
empleadas las palabras del viejo dicho, encontraran
las madres sevillanas la horma de su zapato. Que
coches con corona a la puerta de su zapatería
llegaban, de donde bajaban rubios niños de mirada
azul; y no para ellos su sonrisa era más generosa
que para las angustiadas madres de los pueblos que a
nuestra mujer acudían, pidiendo unos chicarros para
pies con males de nacencia. Que para todas tenía la
misma inteligencia en la sonrisa, llamando como la
señora marquesa a la que escuchar su título quería,
y diciendo sólo hija a la que, en la cortedad de
sus caudales, más digna era de atención que otras
de honores.
Porque era aquella zapatera justa y trabajadora, que
no conocía fiestas ni veraneos, más que el camino
que mediaba entre su comercio y su cercana casa, en
la misma collación del Sagrario de la Santa Iglesia
Catedral. Y por esta cercanía, los domingos la veían
hablar con una Augusta y Celestial Vecina, que era,
como algunas que en su comercio entraban, Reina. Por
el barrio se dice que a esta Augusta Vecina con la
que los domingos hablaba en su real Capilla, en la
misa de once y media, no la llamaba la zapatera como
a las clientas de los coches con corona, en tercera
persona, sino que, como a aquellas a las que gustaba
de socorrer, la vocaba de Hija, aun a sabiendas de
que era la Madre de Su Divina Majestad. Con su
velillo y sin misal, que era mujer de pocas letras y
largas luces, la zapatera había llegado a intimar
con la Virgen de los Reyes en aquellas charlas de
domingo que sólo nuestra sabia y prudente mujer oía.
Y fue que Dios llamó a nuestra zapatera, con el
apremio y la sorpresa del papel de un cobro
impensado. Mujer seria y pagadora en su comercio,
saldó con puntualidad y discreción aquella deuda
de su vida. Y ocurrió que el trance sobrevino
cuando las grandes calores, que ya estaban limpiando
la plata para la novena de la Virgen. Y ocurrió
aquel año en la procesión de la Patrona el más
peregrino lance que nunca se vio en la iglesia
mayor. Que salió, como todos los años, la Virgen
por la Puerta de los Palos, llevando en la falda a
su Hijo, como las madres ponían a sus niños para
que les probara los chicarros en su comercio nuestra
zapatera. Pero el Divino Niño, que Guasón le
llaman por cómo se ríe en su gloria ante Sevilla,
no calzaba hogaño ni sus zapatitos de oro ni los
que bordados en flores de lis le donó la Infanta.
Que en su mostrador del cielo nuestra zapatera había
ya hecho clienta a la Virgen con la que los domingos
hablaba, y le había vendido unos zapatitos nuevos
para el Niño, de primera postura, que no eran de
oro, ni de plata eran, ni bordados por agujas de San
Telmo con flores de lis, sino que eran los más
humildes, baratos, pero dignos chicarros que nuestra
zapatera vendía a las atribuladas mujeres de los
pueblos. Y así como en esta vida había sido
proveedora de la Real Casa, en la otra, cuya gracia
con la rectitud de su vida se ganó, su Vecina de la
Capilla Real la había ya hecho zapatera de aquel
Rey cuyo pequeño pie, de tantos domingos, tan bien
conocía.
Y nadie se dio cuenta que aquel día de agosto, en
la procesión, el Niño de la Virgen paseó por
Gradas haciendo más nueva su sonrisa, que era Niño
con zapatos nuevos. Si se sabe la historia es porque
el hijo de aquella zapatera es cronista en la ciudad
y su corazón acertó a verlo.
Carta de amor
a la Giralda
Hemos salido los colegiales, los antiguos niños de
Sevilla, y te hemos visto en el aire surcado de
vencejos y panarras, bella muchacha en flor de
bronce del corral de los Olmos. Y te escribo esta
carta para decirte que, como muchos otros viejos niños
colegiales de Sevilla, me he enamorado de ti, que ni
siquiera sé cómo te llamas, Santa Juana, Fe,
Victoria, Victoria de la Fe, Fe de la Victoria,
Giralda, Giraldilla mía, guapa muchacha de la
fotografía tuya que acaba de darme Carlos Ortega,
que aunque sé que quiere también salir contigo no
creo que acierte a escribirte unos versos más
tristes esta noche, a ver si te dejo un libro de un
chileno que habla de estas cosas en verso, para que
lo leas ahí arriba.
Así que tengo delante tu foto, la primera foto que
todos los del curso tenemos de tu secreto amor, que
estabas allí arriba, inaccesible en tu alto balcón
del aire, que te tenían encerrada, muchacha del
corral de los Olmos, pero que nos ha llegado tu foto
y en su contemplación te escribo, ya tenemos tu
perfil renacentista, griego, romano, tartésico,
quizá, tan nuestro, tu imagen detenida entre las páginas
de un libro de versos con una hoja de azahar que la
primavera secó entre lágrimas por la plaza de la
Alianza, a tus pies.
Y eres, muchacha de bronce de la alta torre del
corral de los Olmos, dicen que eres, muchacha que ya
tenemos con tu eternizada belleza de novia primera
en la fotografía, nos han hecho creer que eres,
guapa Giralda, cómo pensaba en ti cuando estabas
lejos, que eres, Giralda, símbolo de esta ciudad
que queremos tanto como a ti, que tanto como tú, ¿o
eres tú misma?, nos enamora. Nos habían contando
que eras símbolo de la intransigencia, de aquella
Sevilla tridentina, que tu pandero remontado sobre
alcores y aljarafes, lábaro para ver si iba a
llover en las tardes de toros, era el signo
integrista de la Sevilla que quemó a sus mejores
hijos o que los extrañó, la que montó a Martínez
Barrio en el barco de los monjes de San Isidoro del
Campo, la que quemó la logia de Blanco White, la
que metió en la cárcel a los que habían votado
por Cernuda en las elecciones de 1931, la que fusiló
en las tapias del cementerio a los poetas apócrifos
del cancionero de Antonio Machado, la que le quitó
el carnet de periodista a Bécquer, la que siempre
hizo huir a sus mejores, a Cádiz, que era la
Libertad, porque aquí, nos habían dicho, oh amada
Giralda, no había más que Fe en la Victoria y
Victoria de la Fe.
Pero miro ahora tu foto, muchacha de bronce, flor de
las forjas de Sevilla, y veo que tienes alegre la
tristeza y triste el vino. Que no eres lo que nos
había dicho el padre espiritual en los últimos
ejercicios espirituales, que a nadie persigues, que
ningún Trento eternizas en las alturas. Sino que
eres símbolo de vida, dándole siempre al aire esa
media verónica con tu lábaro, conforme chirrían
los goznes en la tinaja y cruzando van los aires los
distantes vencejos, las oscuras panarras, qué
serenidad tienen tus ojos de tanto ver Sevilla, cómo
eres símbolo de tolerancia, de vida, cómo eres una
antigua muchacha de Sevilla, escorzo de carne tu
cintura, sangre de amor en siesta por tus piernas,
pecho prohibido y alto, oh amada Giralda.
Y te declaro mi amor, que a todos nos has vuelto
colegiales, distante interna de la Catedral, porque
veo que eres el mejor símbolo de esta ciudad, tan
querida como tú. Que nunca, amor, pudo mejor símbolo
tener Sevilla que una veleta, una distante, bella,
pecaminosa veleta como tú, Giralda, deseada
muchacha de carne y bronce, sin venda ya en los
ojos, que eres quizá la primera heterodoxa de
aquella Sevilla que creía que había quemado a
todos sus herejes. Hasta siempre amor, Giralda,
bronce, sueño, juventud, sangre, aire, luz, quizá
sólo aire, cambiante aire de una ciudad que tiene
por símbolo una veleta, sé que a nadie nunca darás
tu amor, Giralda, Sevilla, por eso te escribo esta
carta triste en el viento de otoño.
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