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Domingo, 28 de noviembre de 1999

Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

La máquina de escribir del relojero

CON LA DE VECES QUE HE PASADO POR la puerta, ahora no recuerdo si son tres, son cuatro o si son acaso cinco los relojes que hay en ese entrante de la calle Sierpes donde parece que se ha detenido el tiempo, a fuerza de mirar la hora en esas esferas . Son los relojes de El Cronómetro, una relojería que si no es centenaria, como si lo fuera. Son los relojes que aparecen retratados en todas las guías de las calles con encanto, de las ciudades con historia. Será que los veo con ojos sentimentales de recuerdos de la infancia, pero yo echo a pelear estos relojes pareados con el Big Ben y con el de la Puerta del Sol. Por el orgullo de lo propio que representan.

En cualquier lugar, cuando hay más de una esfera de reloj, no resisten la tentación de señalar los distintos husos horarios del mundo. Los tienen en las recepciones de los grandes hoteles, será para que cuando llegas muerto de sueño a Nueva York sepas que no tienes el cuerpo cortado del vuelo ni estás malo, sino es que en Madrid son ya las dos de la mañana, ¿no vas a estar rendido, y encima con diez horas de avión en el cuerpo? Los relojes de la calle Sierpes, que podían marcar el uno la hora de Tokio y el otro la hora de Melbourne, marcan todos la misma hora: el propio meridiano de Sierpes. Que es una forma como otra cualquiera de detener el tiempo entre las manos.

Y cuando entras en la relojería del maestro Enrique Sanchís, los cien relojes que te miran desde las paredes, desde las vitrinas, desde los reflejos del escaparate siguen marcando el mismo tiempo: el de siempre. Si alguna vez fuera alcalde, cosa que no deseo ni a mi peor enemigo, pondría en los presupuestos municipales partidas para el mantenimiento de estos comercios tradicionales. ¿No hay presupuestos para mantener iglesias barrocas, conventos medievales, academias dieciochescas? ¿Por qué no ha de haberlos para preservar estos tesoros de los establecimientos gremiales? Y si no cabían esas subvenciones en las partidas presupuestarias, hacía por lo menos la alcaldada de destinar todas las partidas de libre disposición de relaciones públicas y corporativas a las compras en estos establecimientos. Es tan perfecto, tan hermoso, el mundo de la relojería del maestro Enrique Sanchís que hay que tener muy poco paladar para no comprender al instante que aquello es un monumento vivo. Un templo de Mercurio y de Cronos que merecería por lo menos unas columnas clásicas de la Magna Grecia.

A falta de alcaldadas y de subvenciones para estos monumentos comerciales, protejo en la corta medida de mis caudales el comercio relojero de Sanchís. La otra mañana entré. Y sobre la maravilla del viejo calendario, sobre el silencio de los verdes terciopelos de las mantas de relojes de marca recién sacados de la caja fuerte, escuché un tictac tan preciso que no era de un Rolex, ni de un Vacheron, ni de un Patek Philip. Era de una vieja máquina portátil de escribir Royal, negra, pequeña, perfecta. Don Enrique, en el fondo del establecimiento, con sus gafas de leer caladas, escribía en aquella máquina no sé si una carta o una factura. Sonaba la vieja Royal como el mejor de los relojes, desafiando tan ilustres maquinarias. El relojero de la calle Sierpes me hizo volver a la belleza de un sonido olvidado. Oír una máquina de escribir es ya tan difícil como escuchar un arroyo, como el sonido de una carreta.

¿Qué estarán haciendo con las máquinas de escribir desechadas? Probablemente, tirarlas, venderlas por chatarra. Los chatarreros se tienen que estar llevando auténticos tesoros de arqueología tecnológica. Muy pocos, como el relojero, siguen escribiendo a máquina, no han dejado que las pantallas de ordenador entren en sus vidas. Pero menos todavía deben conservar esas Underwood, esas Olivetti. Escribo este lamento sobre una pantalla de ordenador, evocando el sonido de la Royal de El Cronómetro, pero sé que ahí arriba, en los altillos de los armarios del escritorio, conservadas como el tesoro que son, están mis viejas, queridas máquinas de escribir. La Hispano Olivetti modelo Lettera 36 que me regaló mi padre, comprada de segunda mano, cuando aprobé la Reválida de Cuarto y que hizo conmigo todo el Bachillerato Superior, toda la carrera, y en la que escribí mi primer libro. Está la Olivetti eléctrica que la jubiló luego, y que mi madre me regaló por un cumpleaños, ya casado. Está la IBM que ya me compré yo con el dinero que gané con las dos anteriores, la máquina eléctrica de teclado como de pelota de golf, que hasta tenía la cinta borradora incorporada, y con la que di teclazos en el andamio del escritorio hasta que abjuré de la fe Underwood y profesé en la común observancia Windows de nuestra hora.

Vemos desfiles de coches antiguos, en perfecto estado de revista y policía, pero ni siquiera sabemos si hay coleccionistas de máquinas de escribir. Una tarde, en la consulta del médico privado, escuchas el viejo sonido, cuando en la madera de la mesa del despacho pseudorrenacentista una vieja máquina de escribir empieza a teclear un tratamiento, quizás unas recetas. En el banco del barrio la suelo ver, en un rincón, simbólicamente al lado de un extintor: debe de ser para una emergencia. La que fue un día modernísima Hispano Olivetti Lexicon 80, aerodinámica y gris, está allí como el arpa de Bécquer, esperando que alguien se acerque a sus teclas para hacer sonar el olvidado clavecín de su tecnología. Sonido maravilloso que recuperé entre los tesoros de la relojería de la calle principal de mi pueblo. Un viejo comerciante, elegante en su traje de franela, ceremonioso y atento, escribía en la vieja Royal de los años 30. Tenía sobre la mesa otro tesoro perdido: el papel de calco, ay, Kores, ninguna secretaria te escribió una elegía taquimecanográfica. Y sonaba la Royal como una clepsidra del siglo XX, por la que, negando cuanto afirmaban las esferas de los relojes de pared, no huía irreparable el tiempo.

 

 


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