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El Recuadro

 Antonio Burgos

El Mundo, lunes 3 de enero del 2000


La Reina de Estoril

S.M. la Reina, en Estoril 
S.M. la Reina, en Estoril 

Debió de ser magia de la luz de Sevilla, la ciudad que quiso como suya. A las 3 de la tarde, manos familiares me enseñaban un libro en cuya contraportada venía un viejo, querido escudo: una Jota mayúscula, inscrita en la roja Cruz de San Andrés. Y me preguntaron:

--- ¿Esta Jota con la cruz de los carlistas qué era?

De golpe se vinieron todos los recuerdos de Estoril, aquellas felicitaciones de Pascuas que llegaban con la Jota de la Cruz de Borgoña, con la foto de los que en el destierro seguían siendo para muchos de nosotros los Reyes de España. Era la foto de un Don Juan de Borbón aún joven y enérgico, con muchas entregas y muchas renuncias en la majestad de aquel traje oscuro de raya diplomática. Don Juan III y Doña María. Los Reyes. Debió de ser la magia de la luz de invierno, dorada de alhucema familiar de brasero, que caía sobre la ciudad que Doña María amó como suya, colegiala del Colegio de las Irlandesas, niña de jardines de naranjos y magnolios, de palmeras coloniales de la Capitanía General del Infante Don Carlos, su padre. Era la magia de la ciudad querida por la Reina que a su casa del destierro de Estoril hasta le puso "Villa Giralda", porque poco después, por un teléfono de sonó, supe que aquellos recuerdos de nuestra Reina eran a aquella misma hora la noticia de la muerte, lejos de su Sevilla, de su Madrid, pero cerca de la mar del "Saltillo", de la mar de los imposibles almirantazgos del que, hijo de Rey y padre de Rey, nos hizo oír sus manifiestos de la libertad como Rey de todos los españoles.

Si los ingleses tienen una Reina Madre, nosotros teníamos una madre que había sido Reina y que no había perdido la majestad de la discreción. Si los ingleses tienen una Reina Madre, nosotros hemos tenido una más que templada Madre del Rey, cuyas infinitas renuncias algún día serán conocidas. Empezando por la renuncia a su propio hijo por el bien de España. Doña María había perdido muchas cosas en la vida, el olor a nardos del chalé "Virgen de los Reyes" de Sevilla, en algunos momentos apretados hasta las riquezas, pero quizá pocas pérdidas como la de saber enviar a su Juanito, tan lejos, a aquel Madrid tan hostil a Lausana y a Estoril, como el único camino cierto y posible para que los suyos pudieran seguir sirviendo a España entre renuncias.

No podía ser más que tan castizamente española como era, tocada de la gracia de su tierra de adopción, entre una corrida de toros y el estreno de un ballet. Ni podía ser otra cosa que Reina en la discreción del segundo plano, de quien se sabía hija de Infante, madre de Rey. Y para todos nosotros, aquella Reina tan guapa de Estoril, tan señora de sus silencios y sus renuncias. Os lo digo, Señora, con la magia de la luz del invierno, desde la orilla del río, con una ramita de florecido romero de esta tierra de la perenne añoranza de Vuestra Majestad.

 

Sobre la muerte de la Condesa de Barcelona, en El RedCuadro

Un hijo 

Una sevillana de pasión

 

 

 

 


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