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El Recuadro

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Joaquín Vidal, en el ruedo ibérico 

Aseguran que no hay mejor representación de España que una plaza de toros y que hasta el Congreso de los Diputados es como medio coso, con sus azules barreras del Gobierno, sus tendidos de sombra de la derecha, la solanera de la izquierda, sus gradas de invitados y hasta un reloj que marca las cinco en punto de la tarde. Una plaza de toros y cuanto rodea a la Fiesta es lo que mejor nos simboliza. Lo digo por Joaquín Vidal. Hasta que no se ha tomado el cuidado de morirse, y esto sí que es español, no se le ha reconocido el valor supremo de su temple literario. Muriéndose, Vidal ha pasado de ser un tío muy raro que escribía de toros en "El País" al mejor de los nacidos. Aquí, para que te proclamen el mejor de los nacidos tienen todos que confirmar antes que eres el mejor de los muertos.

Vidal era el último mohicano de un género clásico en el periodismo: la critica taurina. El último revistero que ponía títulos a lo Gregorio Corrochano y remataba como Antonio Díaz Cañabate en aquellas críticas en las que, por ejemplo, decía glorias benditas de Ordóñez y de Camino y terminaba diciendo: "También hizo el paseíllo uno al que le llaman El Cordobés". Vidal era de la estirpe de los literatos que toman como pretexto una corrida para, en el fondo, seguir escribiendo de España. Las crónicas de Vidal tenían lo que ya no se estila en el periodismo taurino: aroma. Una crónica taurina que no huela a cigarros puros ni es crónica ni es nada. Las de Vidal trasminaban este aroma, que es el que dice el señor Curro Romero que no se puede televisar y mucho menos meter en una crónica dictada toro a toro por el teléfono móvil, como exige ahora la dictadura del cierre de los periódicos.

Plumeaba. Vidal hacía algo tan raro ya en la critica taurina como plumear. Yo, que en lejanas noches de Feria vi en la vieja redacción sevillana del ABC cómo Cañabate plumeaba sus crónicas a estilográfica sobre pliegos de papel posteta de la rotativa, cuando leía a Vidal por las mañanas me lo imaginaba plumeando a la antigua usanza, a periódico casi cerrado. Lo que Vidal hacía es imposible escribirlo con el ordenador portátil sobre las rodillas en el tendido. Despacito toreaban los toreros del tiempo de Vidal y despacito había que escribir aquellas crónicas soberanas.

Como siempre, nos hemos dado cuenta cuando es demasiado tarde, y esto sí que es el ruedo ibérico. Los aficionados de la doble militancia de toros y literatura nos pasamos media vida buscando al heredero de Cañabate y resulta que ese heredero se nos ha muerto sin que nos enterásemos.

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