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Le
han dado la Medalla de Oro del Trabajo a Carmen
Sevilla, pero se la deberían conceder a la Sevilla de
Carmen. La medalla colectiva, naturalmente. ¿No dan la Laureada
colectiva a las tropas que intervienen en acciones heroicas?
Pues Sevilla, cada amanecer de Feria,
se gana colectiva y heroicamente la Medalla del Trabajo. Aparte
de fomentar el tópico de la ciudad efímera de lona, que ha
superado ya al tópico histórico del ascua de luz, la Feria
sirve para desmontar un tópico infamante con el que cargamos
los sevillanos: que aquí no la doblamos, o que la doblamos lo
menos posible, y que el trabajo preferido, sobre todo en los
pueblos, es cobrar el paro, como aquella frase de un niño, que
está pidiendo a gritos un Alvarez Quintero, un Antonio Núñez
Herrera para que venga a darle lustre literario:
--Mi padre trabaja en el paro...
Otras ciudades, cuando llegan sus fiestas, echan el cierre, y
allí no hay quien se compre unos zapatos, quien pueda ir al
supermercado o quien pueda devolver una letra. El milagro de
Sevilla en abril no es eso de los siete mil millones de
bombillas alumbrando el Real, eso de las piscinas enteras de
rebujitos que se bebe la gente, eso del tesoro histórico y
artístico de los carruajes y los enganches mantenidos por
iniciativa privada, no. El verdadero milagro de Sevilla es que
la ciudad entera, su actividad mercantil e industrial, sus
servicios, siguen funcionando como si no pasara nada. Como si
todo el mundo se hubiera acostado anoche a las 11 sin ver
siquiera la película de la tele. Cuando el que más y el que
menos estuvo anoche en la Feria hasta la incierta hora del
chocolate y los buñuelos, ese reloj calé que marca en el Real
las 4 de la mañana por el meridiano de una papa muy simpática.
Lástima que Ortega y Gasset no viniera a la Feria cuando
escribió su "Teoría de Andalucía", porque esto de
la actividad laboral en plena Feria sí que es el sentido
púdico del trabajo que tenemos los andaluces. Sabemos que el
trabajo es un castigo bíblico y tratamos de disimular su
cumplimiento. Mucho se habla de que en Semana Santa el trabajo,
el sudor, el esfuerzo de los costaleros, se ocultan bajo los
faldones de los pasos que cargan. No se dice que en Feria el
trabajo se oculta estando en la Feria como si todos fuéramos
ricos de la lista del "Fortune", como si a la mañana
siguiente no nos esperara el madrugón de todos los días para
currelar. Llegas a las sucursales de los bancos, a las tiendas,
a las oficinas, y las bolsas de los ojos llegan hasta la moqueta
y las caras de cansancio dan el cante por sevillanas. Pero todo
el mundo está allí. Prodigio semejante al del vino. En otras
fiestas que se bebe mucho menos que aquí, las ciudades amanecen
llenas de borrachos durmiendo la mona tirados por los jardines.
Aquí amanece la ciudad con esos mismos que a las 3 de la
mañana estaban con la papa perfectamente duchados,
sobrellevando la resaca como pueden, a pie de obra en su
mostrador, en su ventanilla o en su mesa de despacho.
¿Por qué todo así? La razón está clara. La Feria la
inventaron unos tíos emprendedores del País Vasco y de
Cataluña, a la medida de los señoritos que no la doblaban.
Aparentar no doblarla es el supremo ejercicio del señoritismo
original de la Feria. Pero todos la doblamos en Feria, y cómo.
Ayer mismo, en ese paseo de caballistas que ahora es el paseo de
nuevos ricos en coches de caballos, alguien vio a un pintamonas
y me dijo:
-- ¿Ves a ese tío que va ahí tan orgulloso en su
carretela? Bueno, pues a esta hora ya lleva devuelto por el
banco con el que trabaja un chaparrón importante de letras,
porque es de los que no pagan ni quemados...
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