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Días
de Navidad en la playa de Tarifa. Ancho sol del Estrecho. Y la
maravilla del viento, que en estos días no está muy fuertecito
que digamos: solamente fuerza 3, y de poniente. Tarifa sin
levante es como Atenas sin Partenón. Tarifa es como un homenaje
andaluz a los cuatro elementos de los clásicos: tierra de toros
bravos a orillas del mar; agua de dos mares que se convierten en
pareja de hecho junto a una isla de castillo y leyendas del
puñal del bueno de Guzmán; sol que amanece desde el parque
natural de Los Alcornocales; y este aire, ascendido a viento,
del que Tarifa vive.
En esta Andalucía donde tantos
viven del aire, Tarifa vive del viento. Ha convertido el viento
en industria. No ya sólo en los molinos que muelen la energía
eólica sobre las cumbres de los caminos de matute y alijos de
Gibraltar, sino en este viento que mueve las tablas de vela; las
tiendas de los windsurfistas con sus banderas de piratas y sus
emblemas con un fantasma en forma de niño o un niño en forma
de fantasma: todos estos hoteles y apartamentos de la vera del
mar adonde vienen como en peregrinación los loquitos de las
tablas en sus furgonetas. Claro, con este viento, en Tarifa son
capaces de sacarle el dinero turístico hasta a una tabla de la
plancha si hace falta. Coches con matrículas de todo el mundo.
En el hotel, dos camiones
franceses de alquiler. Vienen llenitos de tablas nuevas, modelo
2003, las que se llevarán la próxima temporada. Es un equipo
de una revista mundial de windsurf, que viene a probar las
tablas nuevas, a puntuarlas en el próximo número, de cara al
verano. Yo sabía que había pilotos de pruebas, pero no
probadores de tablas de windsurf. Hace un frío que hiela las
fuentes y un viento que parece que va a arrancar las hojas de
los eucaliptales, pero estos loquitos, no sé si franceses o
alemanes, están ahí dale que te pego, probando sus tablas
nuevas, mientras otros les van sacando fotos para la portrada de
la revista. Van embutidos en sus trajes de neopreno, como
submarinistas sin escafandra y sin bombonas, y saltan y
revolotean sobre las olas, que rompen poderosas y solemnes sobre
la playa en un espumerío de bandadas de gaviotas.
Me voy por la playa, en el
gongorino discreto oficio del dulce mirar a los probadores de
tablas, el espectáculo grandioso de la mar y el viento, y voy
caminando sobre la arena con lajas de losas cuando me encuentro
la otra cara de Tarifa. Al pie del cemento donde anidaron las
ametralladoras, en un antiguo búnker de tiempos de la Segunda
Guerra Mundial, en la playa del Millón, hechas trizas del
tiempo y de las mareas, las destrozadas gomas negras de lo que
fue una lancha zodiac donde una madrugada llegaron unos
inmigrantes. Es como un callado monumento a las pateras, que las
olas, con su espuma, van barriendo. Entre estas gomas ahora
destrozadas, con el ronroneo de un motor fueraborda que ya se
llevaron, unos hombres, una noche, quisieron encontrar las
ilusiones y quizá no hallaron más que la muerte. Los recuerdo
y sigo andando por la orilla, y poco más allá, los restos de
otra zodiac, y otra más. El más terrible cementerio marino,
como un monumento al inmigrante desconocido.
Y el viento tarifeño, que
conoce todas estas historias, sigue soplando bajo el sol. Ahora
va hinchando en la playa de los Lances tres cometas con las que
estos loquitos saltan y brincan en sus tablas sobre las olas.
Los franceses que están probando las tablas y hartándose de
hacer fotos no retratan estas podridas gomas de las antiguas
pateras. La gente guapa que tras ver esas fotos en la portada de
la revista vendrá en el verano no sabe absolutamente nada de
estas tragedias de una zodiac destrozada contra las lajas de
pizarra en las ateridas madrugadas de las tragedias del
Estrecho.
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