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No
sé de quién ha sido la idea, pero es una maravillosa locura:
quieren rehabilitar y restaurar los aromas de los jardines del
Alcázar de Sevilla. Menos mal que frente a tanta zafiedad y a
tanto falso entendimiento de las claves de nuestro tiempo se va
a profundizar y a ahondar en la eterna verdad de la hermosura
(cuenten las sílabas, que salieron once, como para coger
carrerilla para el soneto que la idea merece.) Van a plantar los
jardines del Alcázar con albahaca, yerbabuena, orégano y
lirio, que era la vegetación del último de los abasidas o el
primero de los cristianos.
Albahaca, yerbabuena, orégano,
lirio... Para que luego digan que Rafael de León se inventaba
una Sevilla que no existía. Pongan unos acordes a esas palabras
y sale sola la copla. ¿En cuántas canciones de la memoria de
la radio de cretona están estas palabras que ya trasminan
cuando las dices? Albahaca y yerbabuena de labios de mujer,
lirio de ojos penando amores, orégano del traidor amante que se
creyó que todo el monte lo era con sus falsías. Es que estás
oyendo la gramola en la vieja casa pinchando con su aguja de
acero de Casa Damas el disco de pizarra; es que estás viendo el
proscenio del teatro San Fernando, la gran dama del cuplé con
el abanico y dando el zapatazo a la bata de cola cuando llega a
la parte del escenario que da a la puerta de artistas de la
calle Muñoz Olivé, donde El Pija nos ha dado baratita una
entrada de la clac.
Mirando el burro volando de los
cielos que perdimos hemos despreciado los olores que perdimos.
Los sentimientos son muy fáciles de describir. Hasta un jesuita
mexicano vino a ver una Semana Santa y le salió aquello, tan
tópico, de "Cómo llora Sevilla". Entonces no se
sabía que Sevilla había de pegarse una pechada de llorar
buenecita por todo lo que iba a perder. Pero ni en aquellos
entonces ni ahora se preocupó nadie de lo que han acertado a
plantear estos paladares refinados del Alcázar: del cómo huele
Sevilla. ¿A qué huele Sevilla? Ahora huele aproximadamente a
desolación de la quimera (¡toma centenario de Cernuda!), huele
a centros perdidos. Cuando dicen que el nuevo centro de Sevilla
está en la Milla de Oro de San Francisco Javier pienso que
tienen razón: Sevilla tiene los centros perdidos, como aquella
piedra del cante flamenco que arrojaron al mar. Sevilla, ya, no
huele. He pasado últimamente por La Venera y ya apenas olía a
especias. El mejor monumento medieval que le quedaba a Sevilla
en pie no era la secreta Torre de Don Fadrique que unos chuflas
quieren meter en la cámara oscura, la cámara oscura para la
luz de Sevilla... El mejor monumento medieval de Sevilla
pertenecía al patrimonio inmaterial, y era el olor a especias
de La Venera. Pasabas por La Venera y te parecía que acababa de
llegar al Puerto Camaronero la Flota de Indias, y que de un
galeón cuyo consignatario era Don Tomás, el padre del
tarambana calavera de Miguelito Mañara habían desembarcado
media América de canela, clavo, palo de Campeche y chile
guajillo.
Sevilla olía a jazmines de las
tapias de los conventos y a yerbaluisa de los humildes y
mínimos jardines de las latas de tomate vacías y oxidadas
donde las vecinas de los corrales sembraban sus plantas:
"Tú te ríes, Rosario, con mi manía de regar las macetas,
pero para mí esto es el Parque de María Luisa..." Sevilla
olía a esparto en la Alfalfa, a barro en Triana, a pan en la
calle Guzmán el Bueno. Sevilla olía a cuero de zapatería en
la calle Regina, a alpargatas en la calle Castilla, a esencias
por La Trinidad.
Benditos olores viejos de
Sevilla. Quizá sea lo único que nos quede de la ciudad: la
memoria de un olor en el olor de la memoria.
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