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DURANTE
muchos años, cuando se corrían toros de un cartel importante,
quiero decir de relojes parados por las muñecas de Rafael de
Paula, verónicas de seise con la gracia de la casa del Niño de
Pepe Luis o esencia de romero de don Francisco, en la plaza del
Arenal sevillano había dos sillas de ruedas. En el palco del
Príncipe, colgado con las armas de Borbón, estaba la silla de
ruedas de Doña María, que mimaba y quería a Romero como a un
hijo, y hasta le reñía las tardes chungaletas:
-Ay, Currito, cuántos disgustos nos das...
Esa era una silla. La regia silla de ruedas de la Condesa de
Barcelona. Y en la boca de un tendido de sol, por donde el
burladero de picadores, la otra silla de ruedas. Era la de un
caballero en plaza, un señor: don Francisco Sánchez Sanchís.
Paco Sánchez era entrador de frutas en Cádiz. Vivía de llevar
todos los días a la Plaza de la Libertad un verso de Alberti:
«Rota, dónde están tus huertos, tu melón, tu calabaza, tu
tomate, tu sandía...». Sabía dónde estaban ahora los perdidos
huertos que ceñían el talle de la bahía de San Servando y San
Germán, San Alberti y San Pemán antes que los americanos
pusieran la base de Mister Marshall y los recibiera Lolita
Sevilla cantando el Tanguillo de las Divisas. Paco Sánchez tenía
dinerito, educación, cultura y sobre todo ganas de vivir. Debió
de sufrir un accidente o enfermedad por el que nunca pregunté,
no me fueran a dar una versión como de la manquedad de Valle-Inclán
o la sordera de Goya, sin premio. Conocí a Paco cuando ya estaba
tetrapléjico, en su silla de ruedas. Completamente paralizado.
Paco movía sólo la cabeza, y apenas. Te miraba dificultosamente.
Con una curiosidad universal. En Cádiz, donde era popularísimo,
lo llamaban Paco el Tieso. La guasa. Se lo decían con cariño,
pero a Paco le sonaba, como ahora me suena, a desprecio por
todos los tetrapléjicos. Tenía sentido del humor, pero no
admitía ni una broma sobre su impresionante postración de
estatua de mármol. Tanto, que, aunque gaditano, llevó al juzgado
a una chirigota que puso en coplas lo de Paco el Tieso.
Cuando andan por ahí defendiendo la eutanasia mar adentro y
tierra afuera, me acuerdo con todo respeto de Paco el Tieso. Del
ejemplo de Paco el Tieso. Y usted, don Francisco, desde el
Estadio Carranza del cielo, me permitirá llamárselo
cariñosamente en defensa de esa vida que derrochaba y
proclamaba. Lejos de buscar la muerte, Paco el Tieso, buen
aficionado al cante, decía que a las penas, puñalás. Y se bebía
la vida a borbotones, en su silla de ruedas, frente a toda
dificultad, yendo donde hiciera falta ir en la furgoneta de la
fruta, el Tiesomóvil, de donde lo bajaban sus cuidadores. Sí,
como un papa civil que proclamara con su ejemplo el
irrenunciable derecho a la vida.
Ibas a una exposición de pintura en La Isla, una conferencia en
El Puerto, un recital de su Rocío Jurado en Chipiona, una
despedida de «Elcano» en Cádiz, y por supuesto que a una corrida
de su amigo Paquirri en Jerez o Sanlúcar, y allí estaba Paco el
Tieso proclamando vida, dando con sus ojos escrutadores
puñaladitas de alegría a la pena de un cuerpo inmóvil. Con su
silla de ruedas, su cultura, su gracia. Siempre con su sonrisa.
Es una pena que Amenábar no hubiera conocido a Paco, que se
merecía no una película, sino la Filmoteca Nacional entera.
Suplo su desconocimiento con este homenaje a los totalmente
impedidos que nunca pensaron en la eutanasia y que, como Paco en
su torera silla de ruedas, la mar de Cádiz dentro de su alegría,
nos dan un impresionante canto de vida y de esperanza.
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