ME DABAN ENTRE
RISA y pena aquellas mangadas de turistas japoneses que fueron los
primeros que vimos por los aeropuertos arrastrando sus enormes
maletones con ruedas. Ahora ocurre justamente al revés, que nos dan
más pena que risa los que siguen por el plan antiguo de las maletas
sin ruedas, y los vemos por los aeropuertos pulseando las maletas, con
las manos deshechas del peso del asa, ¿por qué serán tan incómodas
las asas de todas las maletas? Los pasillos de los aeropuertos cada
vez son una imagen más cercana a la idea del infinito. Pasar de la
zona de nacional a la de internacional en Barajas requeriría parada y
fonda, como se detenían los antiguos expresos de Andalucía en la
estación de Alcázar de San Juan. Una amiga azafata, un día que
veníamos de San Juan de Puerto Rico, cuando estábamos aterrizando ya
en Barajas, me dijo:
-- Ea, Antonio, pues ahora te toca
andar tres kilómetros hasta Sevilla...
-- No pienso ir andando, Mercedes,
tengo vuelo de conexión...
-- No, ya lo sé: te lo digo porque
aproximadamente tres kilómetros es lo que vas a tener que andar desde
el "finger" de Internacional donde te vamos a dejar hasta la
puerta de salidas de nacional donde tienes que llegar para tomar tu
vuelo a Sevilla.
Sí, ya sé: están los pasillos
rodantes. Los mullidos, acolchados pasillos rodantes del aeropuerto
del Prat de Barcelona, en las que da gusto pisar, te parece que vas
por las alfombras de un salón del Ritz... de Londres. Pero no hay
nada más efímero que un pasillo rodante. ¿Usted ha visto algo que
se averíe más que el pasillo rodante de un aeropuerto? ¿Por qué
las escaleras mecánicas de los grandes almacenes, primas hermanas de
los pasillos rodantes de los aeropuertos, son tan cumplidoras, tan
fieles, tan trabajadoras, que nunca se dan de baja? En cambio los
pasillos parecen como esos trabajadores españoles virtuosos del parte
de baja y de la larga enfermedad: casi siempre están averiados. Y no
hay nada que dé más vértigo que ir andando por un pasillo rodante
parado. Mucho más que volar en avión o que subirse a la montaña
rusa de Port Aventura, se recomienda tomar biodramina antes de
recorrer un pasillo rodante que no rueda por avería.
Cada vez, pues, son más cortas en
tiempo las distancias entre las ciudades gracias al avión, pero cada
vez más largas en espacio las distancias que hay que recorrer dentro
de los aeropuertos para tomar esos aparatos. Todos hemos terminado
como los japoneses, con la maleta con ruedas. Y hemos hecho un cambio
sustancial a la maleta hasta desde el punto de vista gramatical. Antes
usábamos todos maletas con aumentativo: maletones. Ahora, maletas con
diminutivos: maletines, maletitas. La pérdida de equipajes tiene la
culpa de esta jibarización de las maletas en los aviones. No hay
mejor seguro de equipajes que te lo lleves tú mismo a mano, "en
cabina", como le dicen en el lenguaje aeroportuario. La
prodigiosa maletita reglamentaria que cabe debajo del asiento, con las
dimensiones en centímetros de esa letra chica de una extraña
Convención de Varsovia que vienen en todos los billetes de avión y
que, como todas las letras chicas de todos los contratos, pólizas y
documentos, nunca lee nadie. Y con ruedas. Hacen maravillas. Cuando me
hablan del arte del minimalismo, pienso en Samsonite y en sus maletas
para llevar a mano debajo del asiento del avión, sin el menor riesgo
de que te dé el infarto cuando llegues al aeropuerto de Santiago en
ropa deportiva y veas ese momento absolutamente dramático en que tu
maleta que no viene en la cinta, y que no viene, no, esta tampoco es,
y sucede finalmente lo que temíamos. Que la cinta, pum, se para, y
tú estás allí, en Santiago de Compostela, a las ocho de la tarde,
vestido con unos pantalones de pana y un chaquetón Barbour, sin ese
traje oscuro que venía en tu maleta y que tienes que poner para la
importantísima cena de trabajo, de la que tantas cosas dependen, para
la que te han citado en Vilas a las nueve y media de la noche.
Nada, ni una maleta más perdida,
pensamos todos cuando nos compramos el maletín con ruedas para llevar
a mano y colocar debajo del asiento, sin dejarlo nunca en esa entrada
del infierno de Dante que es siempre la cinta rodante del mostrador de
facturación de equipaje. "Perded toda esperanza los que
facturáis, especialmente si tenéis un enlace en Roma y otro luego en
Frankfurt..."
Todos vamos ya por los aeropuertos
arrastrando nuestras maletas, con el mango telescópico y sus
ruedecitas prodigiosas. Observen, que llevamos esa maleta como un
tesoro. Observen el desprecio con que miramos, a la llegada a la sala
de recogida de equipajes, cuando vemos que el resto del pasaje tiene
que quedarse padeciendo las penas del purgatorio en versión actual
que es la espera de la maleta a pie de cinta transportadora, después
de hartarse de buscar en el aeropuerto desconocido y lejano por cuál
de aquellas metálicas, brillantes y giratorias bocas del infierno va
a salir como catapultada y muy tecnológicamente maltratada tu maleta
que tú creías que venía en el vuelo IB-3247, pero, que va, que
nunca acaba de llegar cuando compruebas que el aparato finalmente se
detuvo, que ya todos se fueron contentos con sus tesoros personales en
la mano, y que sólo quedan allí, dando vueltas y más vueltas, sin
que nadie los retire, un macuto como militar con un candado, una caja
de cartón amarrada muy malamente con cuerdas, una enigmática bolsa
roja de deportes. Cuando tal te ocurre, sabes que te queda el segundo
calvario, sobre el sofocón: la cola de la ventanilla de
reclamaciones, la descripción de la forma de tu equipaje sobre los
dibujos de un formulario, como si estuvieras señalando una galería
de retratos-robot ante las cámaras frigoríficas de un mortuorio de
cadáveres por identificar.
Todo se evita con la maleta con
ruedas que se puede llevar bajo el asiento. Te produce el mismo gozo
que debió de sentir el género humano cuando se inventó la rueda.