ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Goterones de cera roja en Francos

La reja del coro de la Catedral tiene algo de fachada monumental, como la plateresca del Ayuntamiento, en forjado hierro dorado. A ambos lados está rematada por dos como miniaturas de espadañas de convento, con dos campanas en cada una. Cuatro campanas que cuando llega el Corpus y el campo se le mete por las puertas a la ciudad, uva en agraz del Aljarafe y espiga que ya cabecea por la Vega, suenan más que nunca a cortijo, a cencerros de parada de cabestros que arropan a una corrida por la mangá, camino del embarque.

En estas secretas tardes de la infraoctava del Corpus, cuando los seises han bailado su rigodón a lo divino, caballeros cubiertos en la Corte de Su Divina Majestad, el oficiante imparte la bendición con el Santísimo y es entonces, como en el recuerdo de la consagración de solemnes y antiguos pontificales, cuando dos acólitos se colocan a ambos lados de la reja del coro y jalan de las cuerdas que hacen sonar las cuatro campanitas de las dos espadañas de dorados hierros. Y con una exacta sincronización que nunca acertaste a saber qué relojero mayor de la ciudad ajustaba, es como si las cuatro campanitas, con sus armónicos dos tonos por colleras, le dieran envidia al bronce de la Giralda, que se pone también en ese mismo instante a repicar como una loca, llena de alegría, para anunciar al mundo que, una tarde más, paraíso cerrado para pocos, han vuelto a bailar los seises del Corpus y a escucharse sus palillos con coplas del maestro Torres, como dieciochescas boleras.

Con la alegre tristeza de sus campanas la Giralda ya ha proclamado el nombre de Dios sacramentado hecho repique de seises, que son diez en la exacta aritmética de Sevilla, y que ya van de vuelta, quizá a un nido de los pájaros del Altísimo. Y ya salen los canónigos. Y ya se va deshaciendo el público por la Puerta de San Miguel, por la de los Palos. Y en el presbiterio del altar mayor queda un bosque de atriles sin partituras, unos abandonados fundones de violas y violines como avíos de torear que estuvieran esperando en el callejón a un mozo de espadas que los recogiera después de la corrida.

Y sales a la ancha tarde de la ciudad soñada y te encuentras esta Sevilla aturisticada, donde en la Plaza de la Virgen de los Reyes y por las Gradas todos los coches de caballos esperan a todos los turistas, que ya están cenando con paella en los veladores de la calle Alemanes, en el arranque de la Cuesta del Bacalao. Del refinamiento de los seises sales al encanallamiento de esta ciudad convertida en parque temático, llena de tiendas de camisetas y de postales, como la peor Venecia de las bullas de la Plaza de San Marco, y entre tanto turista llegas a sentirte extranjero en tu propia tierra.

Pero subes por esa cuesta donde las traseras dan leña, y ves que se abre la curva de interrogación de la estrecha calle Conteros. Y tomas por ella. Y, oh maravilla, ya no hay tiendas de camisetas, ni veladores, ni guías turísticos, ni tíos en calzones cortos y sandalias con calcetines. Todo es silencio antiguo. La ciudad vacía en la tarde de domingo de Corpus Chico tiene algo de Catedral antigua, con su desierto silencio solemne. Y ahora, cuando sales de Conteros a Francos, a la que Plazoleta del Silencio llamaron por la Virgen que allí había en un retablo, mandando callar con un dedo en la boca para que no despertaran al Niño que en sus brazos acunaba, oyes cantar un pájaro en su jaula. Frente a la ciudad reinventada para ser visitada, la ciudad de siempre. La vieja calle Francos, que se te abre de capa en los escaparates de Los Caminos, con el recuerdo de los libros escolares de Pascual Lázaro, con la pasamanería de la Cordonería Alba, con este viento frío traicionero, si no de Matacanónigos sí al menos de Matamonaguillos, que sube por la cuesta de Chapineros.

Y miras al suelo en la calle Francos desierta y callada, la de los balcones vacíos cuando pasan las cofradías, y ves las manchas de los goterones de la sacramental cera roja de la procesión del Corpus. Y en esa cera roja de la calle Francos, que apresa aún marchitados trocitos de ramas de romero, en este silencio de las campanas ya calladas, vuelves a encontrar, oh peregrino, a la ciudad que creíste perdida y que de vez en cuando, como una mujer amada, borracha de campanas se te entrega.

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