ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La Guadalcanal del Marqués

SU hermano Manolo, el boticario de la Plaza de San Francisco, el que estaba casado con una Meana, sí veraneaba en Guadalcanal. Pero ni Antonio Fontán ni su otro hermano, Eugenio, aparecían en todo el verano por el pueblo que fue el paraíso de mi niñez y adolescencia. Eugenio Fontán estaba en Madrid, en lo suyo de la Sociedad Española de Radiodifusión. Antonio, en lo que entonces andaban muchos numerarios del Opus: en el Estudio General de Navarra, en la revista «Nuestro Tiempo», en su cátedra de Universidad, en sus viajes a Estoril como miembro del Consejo Privado de Don Juan. Y si alguno de estos dos Fontanes iba por la sierra, no aparecían por el pueblo. Iban directamente a alguna heredad del término de Alanís. O a Villa Susana, la envidiable finca de la estribación de la Sierra del Agua, por donde el tren correo de Mérida se metía en el túnel de Hamapega, con una casa de alberca al pie del silencio virgiliano de una higuera o un nogal hecha como a la medida de una película de Saura.

Es una pena que Antonio Fontán no fuera a la Feria de Guadalcanal. Claro, como era del Opus y en la Feria se bailaba el agarrao en la Caseta de Arriba, en la Caseta de Abajo y en El Cebollino, que era la lucha de clases con lonas, cortinas, ambigú y una orquesta con vocalista de hombro desnudo a lo Gilda que el último día tocaba sin parar hasta la hora de coger el ómnibus de Llerena... Es una pena que no fuera, porque me hubiera dado hecho el arranque de este artículo. A la Feria septembrina de Guadalcanal, preludio ganadero de Zafra, iba mucha gitanería, encabezada por el rey de los calés, el legendario Celedonio de Azuaga, quien llegaba cada 3 de septiembre a la posada con la carga de su caballería ligera por vender, preciosa, con unos potros y muletos absolutamente enternecedores, corriendo junto a sus madres, cencerros y esquilas sonando sobre los empedrados. De haber estado allí Antonio Fontán con su hermano Manolo, redonditas gafas de sol, chaqueta de mil rayas, naturalmente que corbata, tomando Tío Mateo y cochinillo con Juan Rivero Cerrato y con Joaquín Yanes, con Daniel Herce y con Pedro Porras, seguro que una gitana extremeña súbdita de Celedonio le habría dicho:

—Anda, déjame que te eche la buenaventura, que tienes planta de marqués.

Usurpo la mendicidad de la gitana de la Feria de Guadalcanal para no caer en la mendacidad: Antonio Fontán siempre tuvo planta de marqués. Sonrisa de distanciamiento en su retranca serrana, señorío, convicción en sus ideas, firmeza en la defensa de sus principios. Marqués de las libertades, siempre quiso para España la Monarquía Parlamentaria y la Constitución. Como su corresponsal en Sevilla, lo tuve como director en el diario «Madrid» y puedo dar fe de cómo se batió el cobre frente a la dictadura, por la democracia. Restaurada la Monarquía, se presentó a senador por Sevilla con la UCD. Me mandó entonces un tarjetón autógrafo que conservo. Decía: «Si para salir me falta un voto, sé que no será el tuyo». Naturalmente que lo voté. Como ahora mando que en loor y gloria del Marqués de Guadalcanal repique la campana de la ermita de San Benito, que él salvó de la Desamortización de Bueno Monreal, que en la sierra fue mucho peor que la de Mendizábal.

A Antonio Fontán, que me hizo soñar en las libertades cuando no las había, lo ha creado el Rey como Marqués de Guadalcanal. Sueño por sueño, sé, por tanto, mejor que nadie de qué estados es ya Marqués, con toda justicia. Antonio Fontán es marqués del frescor de los árboles del Palacio, marqués del lunar en la cara de la Virgen de Guaditoca, marqués de la Sierra del Agua y de la Sierra del Viento, marqués del oloroso pan de la maquila, marqués de los serones de primera aceituna manzanilla, marqués de la torre-fachada de Santa Ana, marqués del Amarrao y de Nuestro Padre Jesús, Marqués de la Cruz del Puerto y del Humilladero del Cristo, marqués de La Zarza y del Charquito de las Pulgas, marqués de las estrellas que hacían de techo en el Cine de Arriba, marqués de las perrunillas, marqués del Coche de Carmelo, marqués de la batalla de la Guerra del Pacifico, marqués de los versos de Andrés Mirón. Marqués del paraíso de mi niñez y adolescencia. ¡Chacho, chacho, me cago en la Orden Cana, que en Guadalcanal ya hay hasta Marqués! Don Adelardo López de Ayala en la piedra de su monumento y Pedro Ortega Valencia en el mármol de su lápida ya no estarán tan solos en la plaza cuando el reloj dé las campanadas de la nostalgia en punto.

 

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