ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El Prado no es El Valle

IGUAL que la premeditación, la alevosía, el ensañamiento o la nocturnidad en los delitos, hay circunstancias agravantes en la política, cual la estivalidad y la dominicalidad. La estivalidad es dictar una orden o promulgar una ley en pleno agosto, cuando todos estamos de veraneo, para metérnosla doblada. La dominicalidad es lo mismo, pero en domingo por la mañana, muy temprano, cuando los niños no tienen que ir al cole ni hay que levantarse a las 7 para el currelo, y la ciudad está más desierta que la calle Francos desde Chapineros a Placentines en horas de comercio.

Con dominicalidad, para que los conservacionistas no protestaran ni los vecinos se enterasen, le pegaron el otro día el arreón de una buena tala a los árboles del Jardín del Prado, donde van a hacer la Biblioteca de una Universidad que, paradójicamente, cada vez tiene sus facultades y escuelas más lejos de la antigua Fábrica de Tabacos, no sé a qué plantar allí este mamarracho, con el solar tan bueno que hay, por ejemplo, en Reina Mercedes, donde estuvo el Pabellón de Córdoba del 29.

Sevilla es una ciudad arboricida, atacada de dendrofobia, voz que he aprendido en el blog de Aquilino Duque (que les recomiendo, http://vinamarina.blogspot.com ). En los barrios del extrarradio, cuando a las vecindonas les molestaban en el balcón las ramas de los naranjos o de las acacias, los regaban con agua fuerte, para secarlos. Ahora hay técnicas más refinadas. Cuando a los rectores les estorban los arboles para sus obras faraónicas que alimenten el ego de un gerundio...

—¿Cómo el ego de un gerundio?

Sí, que por la vanidad de figurar en una lápida tras un gerundio se cometen en Sevilla las mayores barbaridades. Las salas de cabildo de las hermandades están llenas de lápidas de alimentación del ego de los capillitas, pues la vanidad es el gran motor de las cofradías, más que la devoción o la fe: «Siendo hermano mayor don Fulano...» Los árboles del Prado se talan y el Jardín que cuidaba Sevilla como la dalia de los Montpensier se va al carajo para poder descubrir un mármol que ponga. «Siendo rector de la Universidad don Fulano...»

Decía que cuando a los rectores les estorban los árboles en el balcón de su ego, se talan y listo. La motosierra con dominicalidad y alevosía es como el agua fuerte de las marías arboricidas. Aquí siempre se han querido talar jardines. Ahora que tanto se habla del Jardín del Valle, del antiguo colegio de mis lectoras las niñas del Valle, y el alcalde quiere derribar su tapia para que sus árboles se vean desde la Ronda Histérica (que no Histórica), había que colocar allí una lápida con un gerundio, en memoria del sevillano cultísimo que los salvó, y que dijera: «Siendo delegado de Bellas Artes, el excelentísimo señor don José Benjumea y Fernández-Angulo, vulgo Pepe Benjumea, fundador de Los Amigos de la Catedral, salvó de la tala los árboles de este Jardín, que se quería cargar el Ayuntamiento y que preservó con el arma decisiva de su autoridad en el cumplimiento de las leyes».

Así fue. Al comienzo de la Transición, el Ayuntamiento predemocrático, no recuerdo ahora para qué vanidad de un «siendo alcalde», quiso talar el Jardín del Valle, después que las Madres del Sagrado Corazón, muy concialiares ellas, hubiesen cerrado su colegio de niñas ricas y se fueran a los chirlos mirlos con las gratuitas. Alertado Pepe Benjumea por Adelpha, que era la Adepa de entonces, la de Santiago Amón y el Duque de Segorbe, paró la tala del Valle. Pero, vamos, como las balas. Dijo Pepe Benjumea como el Infante Don Alonso a los moros que querían derribar la Giralda para que no la cristianizara su padre, San Fernando: «El que toque un árbol del Jardín del Valle se va a enterar». Eran otros tiempos, evidentemente. Todos los progres rojos estaban en las asociaciones proteccionistas, y no eran parte del poder establecido y derrochón, como ahora, y en Bellas Artes había responsables cercanos a la UCD como Pepe Benjumea, con paladar y valentía. Aquellos mismos progres, ya de bogavante y Visa Oro, son los que están ahora en las poltronas y se han olvidado de sus protestas de entonces. Y hasta que no dejen El Prado como la palma de la mano para poder poner su nombre tras el «siendo» de una lápida, no van a parar, con dominicalidad, estivalidad, ensañamiento, alevosía y lo que haga falta.

 

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