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La
reina no va a los toros
FRANCISCO UMBRAL El
Mundo, Miércoles,
18 de abril de 2001
A mi querido colega y viejo amigo
Antonio Burgos le tiene muy cabreado eso de que la reina no vaya
a los toros, ni en Sevilla ni en Madrid ni en ningún sitio. Y
hasta se permite Antonio dudar de la profesionalidad de la reina
Sofía como tal, que es fama, porque la considera obligada a ir
a los toros como una especie de Isabel II, que es sin duda el
modelo nostálgico del cronista. Ni a los toros ni a otras
fiestas de varilargueros, donde solía doña Isabel, va nuestra
reina europea, civilizada, anticastiza, española y sensible.
Es lo que tiene la provincia. Que convierte a un buen
cronista en un señor oracular, en un paisa que reina en la
plaza y en la platina. Burgos es monárquico, pero monárquico
casta, y no entiende que doña Sofía consume su magisterio, lo
que precisamente la hace «una gran profesional», no yendo a
los toros, nunca. El rey está obligado a muchas cosas, tiene un
protocolo, y sobre todo tiene una intuición, o sea que les ha
cogido el punto flaco a los españoles y la postura a este país.
El rey Juan Carlos tiene que tragar toros, y el príncipe a
medias, pero la reina es libre de no ir a los toros, y los
nacionales aún no nos hemos enterado de la gran lección que
nos está dando con su repudio callado del crimen quíntuple, el
magisterio de europeidad, de civilidad, de sensibilidad que la
reina difunde desde la grada vacía.
Pasa además que estos Borbones se lo montan muy bien. Una
infanta castiza y la otra como un jugador/a de balonmano o eso.
Un príncipe prudente. Un rey que va a los toros, a esquiar, al
balandro, y una reina que sólo sale con poetas y músicos. He
aquí una familia que se reparte entre la pluralidad de los españoles,
haciéndose así soluble en la realidad cambiante de España. La
cuestión no es estar o no estar con ellos, porque son ellos
quienes se nos han adelantado y están siempre con nosotros. Ni
siquiera te haría falta ser monárquico, Antoñito, para
entender este juego y para respetar la «gran profesionalidad»
de la reina, frase que es ya un tópico periodístico, y del que
ella se ha distanciado reticente hace unos días, como diciendo:
«Pero si yo no hago nada...» Y en ese «nada» entra el no ir
ni siquiera a los toros, que tampoco valen las gafas negras para
no ver la sangre, como sugiere AB, porque la sangre se huele
antes que nada, Antonio, y tú, que eres tan sangriento de
domingo, debieras saberlo. Sevilla, capital de la cosa, se
siente menospreciada por doña Sofía, o eso quiere creer el
columnista. Madrid, donde viven cuatro monárquicos rojos, sí
aprecia y valora la promiscuidad de la reina entre las artes y
las letras.
La mujer del Borbón no sólo ha de ser culta, sino
parecerlo, y el redondel de los toros es el gran embalse de toda
la incultura nacional. Pero entre nosotros hay una mujer gris
perla que no, que no quiere verlo, mas nadie escribe un artículo
para hablar del callado magisterio de esa señora que no va
nunca a los toros. Son las lecciones del silencio, las
presencias de la ausencia, de las que debemos aprender. Doña
Carmen Polo iba mucho y de mantilla. Ella sí soportaba muy bien
la sangre. Era también una gran profesional. De la sangre.
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'Umbral
no va a los toros' |
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Por Carlos Ruiz Villasuso
MundoToro
(20-04-01)
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Francisco Umbral
le atiza a Antonio Burgos. Al parecer, por
una cuestión de toros y monarquía. Patochadas. Umbral
le atiza a Burgos por una cuestión de
piel: uno que va de rojo/rico o rico/rojo con pose
afectada de perdonavidas fetén y liberaloide
literato de postín, no tiene nada que ver con uno
que va de otras maneras por la vida, estéticamente
correcto, éticamente pulcro. Umbral le
atiza porque le tiene ganas, a él y a todo lo que
significa Antonio Burgos. Pero como es un
rojo/rico con estudios, Umbral comienza su
andanada como Bruto "a mi querido y viejo
amigo..." Hay amores que matan, pero éste
de portada de El Caso.
Yo no conozco a Antonio Burgos, al que
suelo ver en los toros muchas tardes y he de
reconocer que me gustan sus corbatas y que envidio
su afinidad con Curro Romero. A Umbral
le conozco menos aún. Mis afines me aconsejan con
cariño que no me meta en esta dialéctica de la
misma forma que gentes de rancio abolengo social,
taurino y periodístico comentan el artículo de Umbral
(El Mundo, 18 de abril: "El
redondel de los toros es el gran embalse de toda
la incultura nacional") pero no se meten
en danza. A mi, que ya he recibido varios
varapalos, me lo pide el cuerpo.
Me lo pide como periodista, como aficionado a
los toros y no como monárquico. No entro en el
charco como un marrano, por gusto al barro, sino
por apego a la tolerancia de un país en el que
jurásicos de voz engolada con pretensiones de oráculos,
como Umbral, siguen jugando al rojo/rico a
través del manido guión de las dos Españas.
La España de la Reina, que no va a los
toros y que para Umbral es paradigma de
"magisterio de europeidad con su repudio
callado del crimen quíntuple". La otra
España es la del Rey que "tiene que
tragar toros" y que los ve porque "les
ha cogido el punto flaco a los españoles".
Umbral: nosotros los incivilizados, los
incultos los de espíritu no europeo, convictos y
confesos del "crimen quíntuple",
adoradores de la sangre, nos desayunamos todos los
días con tu análisis de una España que
ya no existe: se te ha parado el reloj, Umbral.
Has caducado. Pero se te soporta por temor a tu
mala leche. Lo tienes jodido: ya no existen las
dos españas, la de la Reina y la del Rey,
existe la de todos, con o sin ir a los toros. Esa
media España de pandereta y mantilla, de
sangre y crimen en la arena que describes sólo
existe en tu mente. Vives en una posguerra
continuada, caracartón.
Anda la cosa chunga para ti Umbral: cada
día que pasa te va a ser más difícil embolsarte
tus buenos talegos vendiendo tus recetas de
aspirinas (sirven para todo y no valen para nada)
con las que pretendes curar España: ya han
llegado a las farmacias los genéricos, que te
enteres. Entiendo que te sea difícil convivir en
tu urna de oro de burgués decadente y mantener
vivo el lado pseudorojo tan provechoso para tu
negocio. A mi y a muchos nos trae al fresco tu ´busines´.
Pero deja de partir en dos a España. Y
deja en paz a los toros y a los incivilizados.
Esta divina profesión de la información y
esta absoluta pasión del toreo te queda grande,
la desconoces. Por eso cuando tocas este tema,
como en este caso, no lo haces con el final de
vencer o convencer, sino por inquina personal.
Como casi todos tus artículos. Claro, que uno
consiente más esta realidad columnista que la de
gentes como Ruiz Quintano, que ha puesto un
kiosco de tópicos en ABC para vender su
producto (más aspirinas) ´arrejuntando´ a Picasso
y a José Tomás sin tener ni puñetera
idea de quién es José Tomás, de qué es
el toreo y dudo mucho que la tenga de Picasso.
Éste es un osado que en el argot del toro se
denomina ´chufla´: un aspirante a intelectual
con pinta de aficionado a los toros. Lo nombrarán
miembro de algún jurado, seguro.
Pero al tema. Este periodista ha conocido
durante muchos años vividos cerca de la fiesta de
toros a gente sensible, hombres y mujeres de una
vez, de izquierdas, derechas, republicanos, monárquicos,
tontos, paletos, macarras, horteras, soldados,
oficiales, civiles, escritores, pintores,
maricones, hilanderas, estudiantes, maestros de
escuelas y hasta ´ruizquintanos´... todos
honestos, capaces de mirarse en su mirada cada mañana
de jabón y afeitado. Tú, Umbral, no los
conoces, pero los condenas. En realidad no sabes
de qué va ahora España. Deja de mentar a
doña Carmen Polo y a su mantilla, te
pensamos más inteligente.
O no. O quizá suceda que ahora los pijos/rojos
de batín y pañuelo entre cheli y británico
(hortera y ´demodeé´ en cualquier caso) se han
convertido en la auténtica voz de las cavernas,
muy conservadores de los suyo, de su negocio
literario y social. Debería gustarte esta España,
Umbral. Es tan sensiblemente grande, tan
generosa con sus mayores, que soporta con buen
talante la mala leche de sus viejas glorias, tapa
sus devaneos y los ecumbra con premios y agasaja
con prebendas ( qué nos gusta una yaya y un
abuelo, ya sabes) Esa España no pretende
arrebatarte tu negocio de literato rico/rojo. Sólo
te pide que no sigas partiéndola en dos.
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Reseña biográfica de Carlos Ruiz Villasuso Subir
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- Licenciado en Periodismo por
la Facultad de Ciencias de la Información de
la Universidad Complutense de Madrid.
- Comenzó como redactor de El
Mundo; en la actualidad trabaja en los
equipos taurinos de R.N.E., T.V.E. y Vía
Digital.
- También colabora con otras
publicaciones taurinas especializadas.
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Crónica.
Las Ventas (Madrid Esp.): Toros de "la
calderilla"
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Burladero.Com
22/04/2001 23:06:44 GMT Miguel
Ángel Moncholi
Cuatro toros de La
Cardenilla, con más cara que cuajo y justos de
fuerza. 1º, manejable; 2º, molesto con la cara
alta; 3º, deslucido y 6º, deslucido, sin clase y
con peligro por el izquierdo; un sobrero de Hernández
Barrera, lidiado en 4º lugar, complicado que se
defendía y otro más de Julio de la Puerta, lidiado
en 5º lugar, complicado. Miguel Rodríguez,
silencio y vuelta protestada. Rodolfo Núñez,
silencio y palmas. Paquito Perlaza, silencio en
ambos. Tarde con viento molesto. Casi un tercio de
entrada.
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Madrid
(Esp.).- "Que nadie se meta con la
monarquía", proclaman a los cuatro vientos
en Sevilla. "Que nadie se meta con Antonio
Burgos", reclama Javier Villán.
Se mete por su parte Francisco Umbral con el
maestro Burgos y hay quien defiende a éste
contra aquél. Vaya galimatías taurino-monárquico.
Vaya lío señores, -¡y señoras!, no vaya a ser
que salga uno "pringao" y le tachen de
machista-. ¡Qué despropósito!.
Comparto lo que escribió Don Antonio al
hilo de la asistencia del Rey a la tradicional
corrida del Domingo de Resurrección. La Reina es
muy libre de no ir a los toros. Aunque no debe de
olvidar que es la Reina de España, como ya ocurrió,
y demostró, en aquel reportaje de la BBsé. Pero,
el recien Premio Cervantes, Don Francisco
Umbral tampoco debe de aprovechar la situación
para arremeter contra quien quiere acercarse a la
Fiesta. Si lo hace es porque quiere y no por
demagogia, como se apunta, -¡con lo feo que es eso
de apuntar!-.
Pero, con todo, manifestada mi solidaridad con
quien ostenta por derecho propio el reconocimiento
de todos los que amamos la Fiesta de los Toros,
-quien no es otro que el mentado Antonio Burgos,
maestro de columnistas y escribidores-, me duele en
los bajos el feo envite que me lanza el colega,
admirado Javier, querido Villán,
sobre sus cacareadas habilidades de musolari.
Comprendo que domine la 31 real, pero al mus se gana
sin reyes, ni pitos. Y cuando quiera se lo
demuestro.
Dejando las porfías literarias sobre la monarquía,
los reyes y los pitos, en Las Ventas, de éstos últimos,
no los hubo para los diestros actuantes. La verdad
es que con semejante ganado y el viento soportado,
no los merecieron. Su quehacer torero se estrelló
con los que sí se ganaron semejante reproche: los
toros de La Cardenilla, ¡de saldo!, de
"la calderilla", diría yo. Pitos que, por
contra, apenas se oyeron. Su presencia, -más bien
sus caras, habría que añadir-, les salvaron de la
quema y las iras de los pocos aficionados que se
acercan a la plaza en domingo, como hacía la
ilustre Madre del Rey, felizmente recordada
por el maestro Burgos.
Calderilla vacuna, saldo ganadero, bien
presentado, pero sin casta alguna que llevarse a la
muleta. Justos de fuerza, que sólo presentaban a su
favor sus imponentes perchas defensivas. Huidos del
caballo, sembrando pánico por falta de bravura e
incierta embestida. Remolones ante la pañosa, que
tomaban con desgana, punteaban y de la que se defendían
a tornillazo limpio, se iban al desolladero entre el
silencio de los cabales y la indiferencia de los demás,
haciendo buena la sentencia bíblica de que ¡muchos
son los asistidos y pocos los entendidos!.
Así las cosas en el ruedo, Miguel Rodríguez
no se acopló con el único potable del encierro, el
primero, y se la jugó con el complicado cuarto, con
el que, en terrenos de adentro, al abrigo del viento
por la referencia de los papelillos, junto a las
tablas, insistió con mérito de dudosa discusión.
Tan indiscutible por meritoria faena, como discutida
fue la vuelta que siguió, al ser dada por cuenta
propia tras estocada caida que no gustó.
Dio la cara una tarde más Rodolfo Núñez
que apenas tuvo toro para el lucimiento, pese a lo
cual lo intentó con la capa en los de recibo a su
primero y la muleta más tarde, para finalmente
fallar, -rara avis-, con la espada.
Como igualmente dio la cara el colombiano Paquito
Perlaza, quien, en los medios se la jugó en el
sexto, con aire de Rincón, con viento de Las
Ventas, al dar distancia, atornillado en los medios,
echar la muleta "alante" y ligar tres,
cuatro seguidos que, lamentablemente no tuvieron
continuidad.
Lo que tiene continuidad en la primera plaza del
mundo son las corridas descastadas, las que suenan a
calderilla, las que huelen a complot barato, a saldo
ganadero y que repiten año tras año sin dar espectáculo
alguno, justificándose solo por la presencia, y no
por el juego deseado de la emoción que da la casta.
Reses de La Cardenilla, cinqueños cumplidos
algunos, astados a buen seguro comprados a precio de
ganga, que por su juego fueron más bien toros de
"la calderilla".
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COMENTARIOS
LIBERALES | FEDERICO JIMENEZ LOSANTOS El
Mundo, 24 abril 2001
Sin
ovnis
Dos columnas traía ayer nuestro periódico
que me produjeron honda consternación: la
columna de Antonio Burgos y la información sobre el cierre
de la Oficina Británica de Objetos Volantes No Identificados,
vulgo ovnis. En Inglaterra, un tal Plunkett, para los amigos
Denis, ha cerrado el único centro que venía recogiendo
información sobre platillos volantes desde hace medio siglo.
Dice Plunkett que estamos en un periodo de gravísima sequía y
que, a lo mejor, los marcianos ya han terminado su exploración
de la tierra y se han ido con la música a otra parte. Con el
platillo, al menos.
Naturalmente, Plunkett no dice marcianos, eso lo digo yo,
pero supongo que si se acepta lo de platillos como metáfora o
como metonimia, valdrá también lo de marcianos, con
trompetillas en las orejas y parabólica en el cogote, que no
dejan de ser metáforas entre el antropomorfismo y la chatarrería.
Añade el jubilado cazador de platillos voladores que lo que ha
hundido el negocio es Internet: «Mejor que acercarse a una
oscura taberna para ver mis viejas fotografías es sentarse
frente a un ordenador». ¿Cómo van a competir las oscuras
tabernas con los luminosos cibercafés, las fotos en blanco y
negro con las imágenes tridimensionales a todo color, con
simulación de vuelo interactivo y chateo intergaláctico? ¡Pobre
Plunkett! ¡Ya no se jubila con el título de Sir!
Otro tanto le puede pasar a Antonio Burgos, que a este paso
no será Barón del Recuadro. Pero Antonio, hombre, ¿cómo se
te ocurre opinar libremente sobre si la Reina debería o no
debería ir a los toros? ¿Desde cuándo los monárquicos opinan
sobre los avatares de la monarquía? Libremente, o sea, según
la soberanía de cada cual sobre su opinión, aquí lo que se
lleva es callar, léase elogiar. No es que se haya impuesto el
pensamiento único sino el encefalograma plano. Tarde has
captado, Antonio, la nueva cortesanía, con el mismo achaque de
chismorreos criminales y fabulaciones arrojadizas que las
camarillas del XIX. ¿No leíste la columna ridícula de Prada
sobre su visita al Príncipe o del Príncipe a Prada, que entró
temblando de desconfianza y salió temblando de amor, el muy
cursi, dispuesto a defender la Razón de Amor de don Felipe-Adán
contra la voz a ti debida de la Monarquía? Hasta Ussía se
escandalizó por el cortesanismo abyecto del joven turiferario.
Resultado: una Tercera de Vilallonga, que tiene autoridad moral
para eso y para más. Burgos es un ovni, o sea, un Objetor a la
Vigilancia Nacional e Institucional. Si pueden, le cerrarán la
columna como a Plunkett la oficina. Buenos son los nuevos
cortesanos. Libertad, para el Príncipe. El resto, chitón.
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Los
toros
Por Jaime CAMPMANY
ABC, 24 abril
2001
A Antonio Burgos, cofrade de la Hermandad de la Columna, le
han armado un San Quintín por decir que la Reina no va a los
toros, mientras que el Rey se traga el castañazo de los
conciertos porque a Doña Sofía le gusta la música. A Burgos
se le vinieron encima todos los antitaurinos, que no son muchos,
pero estruendosos. Son antitaurinos o taurófobos del Tendido 7
de la Literatura. Ingleses aparte, los que crucificaron la
fiesta y el toro fueron casi todos los del 98 y por ahí. Se
salvaron Pérez de Ayala y Araquistáin. Los del 98 echaban a la
fiesta de los toros muchas de las culpas del desastre de aquella
España inferior que pedía «¡Más caballos!» para ser
despancijados en la plaza, y que embestía cuando se dignaba
usar de la cabeza.
Con su habitual vehemencia, tronaba contra los toros don
Miguel de Unamuno. Claro que don Miguel también tronaba contra
el fútbol, y contra esto y aquello. «¿De qué se habla, que
me opongo?». Desde luego, no imagino a don Miguel tomando un «Mystère»
como Alfonso Guerra para ir a la Maestranza a ver a Curro
Romero, ni sentado en el palco del Atlético de Madrid junto a
Jesús Gil y Gil. Don Antonio Machado habla de la España «devota
de Frascuelo y de María», y del hombre del casino provinciano
«que vio a Carancha recibir un día», y de don Guido, que sentía
amor por la sangre de los toros. De aquella aversión de los
noventayochistas a la fiesta se alimentan todavía los antitaurófilos
actuales, Umbral, que hoy entra en la hospitalidad del «Cervantes».
Vicent y los demás.
En los años 20 se decía que la fiesta estaba acabada y que
el toro bravo estaba agonizando. Eso se ha dicho muchas veces.
En tiempos de Mesonero Romanos, la fiesta «muerta» resucitaba
con Cúchares y con Chiclanero. Dicen que la duquesa de Osuna
restañó con su pañuelo la herida de Pepe Hillo. Y cuando
después del 98 llegaron los poetas del 27, Lorca y Alberti
lloraban la cogida y muerte de Ignacio Sánchez Mejías, cuando
luchaban la paloma y el leopardo a las cinco en sombra de la
tarde, mientras por el Mar Negro un barco va a Rumanía, y por
caminos sin agua va su agonía. En algún lugar que yo no he
encontrado, don José Ortega habla de Paquiro como podría
hablar de Goya, de Don Juan o de la Celestina. «Hay gente pa tó»,
dijo el torero cuando le dijeron que Ortega era profesor de
Metafísica.
Hay gente que siempre está esperando que se muera algo, da
lo mismo que sean los toros, las procesiones, el teatro o los
periódicos. Hay escritores que se nutren de predicciones
macabras y anuncian muertes inminentes y eminentes. Se les podría
decir aquello de Corneille. Los muertos que vos matáis gozan de
buena salud. Cuando parece que la fiesta ha entrado en
decadencia y que puede morir, salen al ruedo Frascuelo y
Machaquito, Joselito y Belmonte, Manolete o Antonio Bienvenida,
y luego todos los toreros de ayer y los de hoy. Eso no quiere
decir que la Reina tenga que ir a los toros. No va porque no le
gustan y porque no le da la real gana. Ese tótem es ibérico.
Me parece que nos lo regaló Hércules, o sea, Heracles, que fue
griego como Doña Sofía. Y ahí sigue.
A mí me hubiese gustado ver rejonear a don Antonio Cañero y
ver torear a Pedro Romero en la plaza de Ronda. Pero también me
hubiese gustado escuchar a Cicerón pronunciar las catilinarias,
y me alegra haber oído de niño los discursos de Manuel Azaña,
y de mayor los versos de Pablo Neruda, y haber visto jugar al fútbol
a Luis Regueiro, a Gaspar Rubio y a Di Stéfano, después de
traducir a Jenofonte, como decía Rafael García Serrano en el
«Eugenio o la proclamación de la primavera». A lo mejor a la
Reina le hubiese gustado ver a los toros bravos con ojos verdes
que quería criar el poeta andalusí Fernando Villalón, paisano
de Antonio Burgos.
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La Reina y los toros
Por Cándido
ABC, 21
abril 2001
ANTONIO Burgos, siguiendo una línea que con frecuencia
le es propia y las más de las veces simpática, ha
mostrado una especie de enfurruñamiento o contrariedad
porque la Reina no vaya a los toros acompañando al Rey, a
quien decididamente le gustan los toros. Pero lo más
probable es que a la Reina, como a muchísimos españoles,
entre los que no me encuentro, no le gusten los toros. ¿Y
qué hay con eso? No es tan raro como para convocar de
urgencia a teólogos y jurisconsultos. Duda Burgos en su
artículo deliberadamente pueril de la profesionalidad de
la Reina, que compara con Doña Victoria Eugenia, «inglesa
horrorizada por la sangre» que iba a los toros y hacía
que miraba. ¿Y esa repugnancia contenida bajo la tiranía
de los tendidos considera el articulista que es de
obligado cumplimiento en los reyes? Creo, por el
contrario, que la profesionalidad de Doña Sofía está en
no ir a los toros en representación de los millones de
españoles que no les gustan los toros. Dice Burgos que el
Rey se tiene que «chupar unos coñazos espantosos» en
los conciertos, «los arrimones de Rostropovitch con un
violón», pero aunque el aburrimiento del Rey fuera
cierto, tan cierto como sería el de Burgos en la misma
situación, es seguro que a ningún español le parece mal
que el Rey vaya a los conciertos, puesto que la música no
tiene enemigos juramentados, mientras que las corridas, sí.
Los antitaurinos son legión, gente que se avergüenza de
las corridas, que escribe manifiestos y artículos en los
periódicos, que emprende campañas y denuncia el trato
que se da a los toros en las plazas, pero no creo que
existan antifilarmónicos militantes que se presenten en
Bruselas con memoriales contra la música. El Rey, en el
caso de que no le gustase la música, como a Napoleón,
puede ir a los conciertos impunemente, nadie le va a decir
nada, todo lo contrario. Tampoco le dirían nada por no ir
a los conciertos. Pero la Reina sistemáticamente expuesta
en el palco de las plazas descontentaría con toda
seguridad a la abundante España antitaurina, y encima no
gustándole el festejo. Pero el amigo Antonio Burgos
cuenta con eso y achaca el supuesto fallo, el de no ir la
Reina a los toros, a una cierta merma de profesionalidad.
Yo no sé si está bien o no dejarse caer en el éxtasis
democrático que iguala las profesiones diciendo que un
notario, un albañil o un rey son igualmente
profesionales. Yo creo sinceramente que no, que no lo son,
y no sólo eso, sino que llamar profesional a quien mira
no a la ventaja de su ocupación sino a quien representa,
al estilo de cómo queda descrito en la «Monarchia di
Spagna», de Campanella, «un proyecto de armonía civil
entre las exigencias de la libertad, de la justicia y de
la autoridad», es darle a la función histórica de
reinar un sentido de rutina laboral del todo improcedente.
No me subo con esto a la metafísica tradicional de la
monarquía ni está en mi ánimo nada parecido, pero es
verdad que la emoción democrática, que suele cristalizar
en lugares comunes, tiene restallantes pasadizos hacia la
futilidad y aún hacia la ignorancia, ese desierto en el
que no se puede dar un paso, y así Antonio Burgos, siendo
tan perspicaz, se ha dejado arrastrar «excepcionalmente»
por el reciente lugar común de la profesionalidad de los
reyes, que en el caso de la Reina es el ir a los toros, al
parecer, aunque tuviera que enmascararse con «unas gafas
de cristales opacos como Doña Victoria Eugenia». No creo
yo que sea un deber regio ir a los toros aunque sea sin
pagar —es la «fiesta nacional» más cara del mundo—
y sí un gusto que puede ser de los reyes o no serlo y que
atañe exclusivamente a la parte de ciudadanía común a
la que los reyes tienen derecho. Dice el articulista que
sin embargo la Reina va al fútbol con el Rey. Ah, el fútbol.
Cuenta Rafael Sánchez Mazas en un precioso opúsculo que
el archiacadémico y escritor italiano Trajano Boccalino,
contemporáneo de Cervantes, compara el espíritu político
de los florentinos, en el que Maquiavelo educó al Príncipe,
con el antiguo juego del fútbol, juego muy semejante al
de la política en el que señorea la audacia, la agudeza
y la velocidad, conduciendo la pelota como se conduce el
destino. Pero si hay gente, que la hay, que no le guste el
fútbol, a nadie daña con no ir a contemplar el juego. En
cuanto a las «tradiciones culturales populares» de las
que habla Burgos no creo que nadie vaya a los toros para
hacerse una culturita o para sentirse español nuclear e
intransferible. Son coartadas de rango superior para
evitar objeciones inoportunas a la propia voluptuosidad.
Francamente, yo voy a sabiendas de que las corridas, como
dice Ramón Pérez de Ayala en «Política y toros», son
escuela de malas costumbres, por descontado no menos que
el fútbol y que el dominó, donde por lo visto el golpear
el mármol con las fichas es «lo» profesional, pero
seguiré yendo a las corridas mientras el Gobierno no las
prohíba, lo cual sería completamente inútil, pues como
más o menos dice la copla, «ésta es la fiesta española
/ que viene de prole en prole / y ni el Gobierno la abole
/ ni habrá nadie que la abola». Cuando un Breve
pontificio intentó acabar con ella se organizó la
mundial. Solemos tener argumentos mil para defender la
legitimidad de aquello que nos gusta, habiendo a quien le
gusta hasta el hedor del ácido clorhídrico, y hay cerrazón
e impaciencia con quienes les disgusta lo que nos agrada.
Pienso que con un poco de paciencia e insistiendo, a
Burgos incluso llegaría a gustarle Rostropovitch. Para
defender el juego de toros yo tengo el argumento de la
poesía, la pintura, la escultura, las memorables metáforas
literarias y plásticas que ha sugerido el juego desde
Quevedo a García Lorca o Gerardo Diego, y desde Goya a
Picasso, pero aún sin eso a mí me gusta ver torear y me
gusta el mundo del toro. Sólo que sacando a relucir a
Picasso o a García Lorca quedo mejor ante los tibios. Y,
fíjense, si los toros no fueran una «tradición cultural
popular», a Antonio Burgos también le seguirían
gustando y con su excelente capacidad escribiría el
primer ensayo de este mundo sobre «La tradición cultural
popular de las corridas de toros», y en las librerías se
vendería el ensayo (de gran éxito) bajo el reclamo de «Novedad».
Y es que a Burgos y a mí nos gusta la cosa, qué le vamos
a hacer. Peor sería que nos gustase asistir a la
defenestración de cabras, que ocupa un buen sitio en la
lista de las «tradiciones culturales populares» si, como
temo, debemos fundir siempre sin solución de continuidad
lo cultural y lo popular.
Aún si el reinar fuese nada más que una profesión,
último tramo de la secularización monárquica, y no
fueran los reyes, ahora y en nuestro caso, la corporeidad
histórica de la voluntad popular, tendrían que imponerse
razones más altas que ir a los toros para cumplir su
destino. Y lo que vemos es que la Reina está
indefectiblemente en actitud de sociabilidad cuidadosa en
los momentos más significativos de la vida española,
acompañando al Rey o sin el Rey, lo mismo en los gozos
que en los infortunios.
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Salutación
a Antonio Burgos
JAVIER VILLAN. Enviado especial
El Mundo, 22 abril 2001
EL VENTORRILLO/ Pepe Luis Vázquez, Fernando Cepeda y Luis
Vilches.
Ganadería: seis toros serios de cabeza y con trapío. Inválidos
primero y tercero. Encastado y correoso el cuarto. Mansos de
distinta condición el resto.
Pepe Luis Vázquez: silencio y pitos.
Fernando Cepeda: silencio en los dos.
Luis Vilches: que tomaba la alternativa, ovación con saludos
y silencio.
Incidencias: tercera de abono. Dos tercios de entrada. Resultó
herido en el segundo el banderillero Ignacio Parra que presenta
«cornada incisocontusa en la cara anterior del muslo derecho
con dos trayectorias, una de 15 centímetros hacia adentro, y
otra hacia afuera de siete. Pronóstico menos grave».
SEVILLA.- No pasó nada de relieve salvo la cornada de
Parra. De momento, excepción de lo que dicen que pasó el
Domingo de Resurrección, aquí no está pasando nada. Lo más
sonado, la urbana requisitoria que Antonio Burgos le ha hecho a
la Reina por su desafecto a las corridas: siempre fue privilegio
de consejeros ilustrados decirle sus verdades a la realeza. No
es que la cuestión me preocupe en exceso, pero le agradezco a
Burgos que me suministre materia para esta crónica imposible de
una tarde imposible. Bueno, pasó lo de Cepeda; o sea unas verónicas
más religiosas, litúrgicas y armoniosas que el toque de
campanas que, en esos momentos, venía por el lado del
Giraldillo. ¡Gloria al capote de Cepeda! ¿Por qué no le tocó
la música en esos momentos? Mejor; sonaban las campanas por el
lado del Giraldillo, que es música celestial. Se oyó, en
cambio, la música en honor de Manolo Sanlúcar, tercero de
Cepeda que reemplazó al herido Ignacio Parra, y en honor también
de Joaquín Jiménez. Después de aquellos lances, Cepeda nada;
en toda la tarde.
Por si no estuvieran bastante consumadas, se consumaron
ayer las dos grandes frustraciones taurinas de Sevilla de los últimos
años: Fernando Cepeda y Pepe Luis; éstas y la cola que está
trayendo, y pueda traer todavía, la afectuosa admonición
torera de Antonio Burgos a la Reina de España. Pepe Luis Vázquez
se apercibió de que el toro pedía reyerta y guerra, desde que
en el primer lance le arrebató el capote. Y firmó un pacto de
no agresión. Renunció a torear. Parra, en cambio, es clase de
tropa, habitante de inhóspitas trincheras, y no pudo firmar
nada. Lo único que ayer se firmó de verdad fue un parte
facultativo que descubre la cara amarga de la Fiesta. La casta
dura del cuarto de El Ventorrillo pareció tenebrosa adversidad
a Pepe Luis Vázquez; no hubo armisticio posible y el torero fue
derrotado en toda regla.
Volvió a estrellarse Luis Vilches, primero con un inválido
que hizo una exhibición atlética de saltos de vallas, y luego
con un manso de libro. Ya podía Vilches esbozar el redondo con
la mano baja al de la alternativa, que éste se le derrumbaba;
ya podía perseguir al manso redomado por todo el ruedo, que
aquel huía y huía sin encontrar descanso. Hasta los chiqueros
le hubiera perseguido el valeroso muchacho con tal de sacar algo
en limpio.
Así las cosas, lo de Burgos sigue siendo el fenómeno de la
Feria. O si se quiere, de los días anteriores a la preferia.
Dios y Santa María le socorran. A quién se le ocurre, voto a
tal, reprocharle a su Majestad, la Reina ilustrada de los españoles,
que no sea aficionada a ver correr toros. Antonio Burgos no ha
calibrado que la Andalucía de fusta y de caballo es más monárquica
que taurina, y una dalia cuidaba Sevilla en el Parque de los
Montpensier. Burgos ha creído más en el romero que en
latifundio donde el romero crece. Santo Dios, que me lo tiran al
Guadalquivir. Y eso sí que no; aunque haya muchas cosas que me
separan de Antonio Burgos, nos une Rancapino y Juanita Reina,
Emilio Muñoz y Concha Piquer: ¡ele España!
Que los reyes y las reinas vayan o no vayan a los toros, a mí
me da igual. Lo que me gustaría es que no hubiera reyes; mas si
tiene que haberlos, que sean justos y benéficos. Jugador
imbatible de mus, pese a lo que digan Moncholi y Fernández Román,
a mí ni siquiera me pone la 31 Real. No creo, de eso sí que
estoy seguro, que la peor lacra de España sean los toros; la
gran hecatombe de este país no es el sacrificio de cientos de
reses bravas, sino el sacrificio de las ideas, la Inquisición y
el fascio socarrando judíos y comunistas. Acaben, si quieren,
en buena hora las corridas, que los males de España no cesarán.
Cavilaba yo, al final de la tarde, que lo malo de que reinas o
princesas vayan a los toros es la horrible poesía que inspiran.
Véanse si no los versos de Duyos, uno de los peores poetas del
siglo.
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21-04-01
La Reina y los toros
JOSÉ APEZARENA, comentarista
ME ha parecido notoria exageración la postura de algún
comentarista poniendo en duda -nada menos- la
"profesionalidad" de la Reina por el hecho de que no
asista a corridas de toros junto a su esposo don Juan Carlos.
Primeramente, no es verdad que nunca haya acudido a una plaza.
Lo hizo más de una vez tras la llegada al trono. Así, el 11 de
junio de 1976 acompañó a su marido en la corrida de la
beneficencia, que presidieron por vez primera como Reyes, y al año
siguiente presenció la corrida de la prensa desde una barrera.
Por aportar dos citas precisas.
Zona de sensibilidades
Una vez visualizado el gesto de personarse en algunas corridas
concretas, de modo que queda claro que no existe por su parte
una objeción vital y de principios, es cierto que, si puede,
prefiere ahorrarse un festejo taurino. Estamos en la zona de las
sensibilidades y los gustos. Cuando tuvo que concurrir a una
plaza, lo hizo, precisamente por profesionalidad; ahora que
puede evitárselo, lo hace. Como tampoco le gusta participar en
cacerías.
Lo que no quita que, precisamente por patriotismo, doña Sofía
haya salido en defensa de la fiesta cuando ha sido preciso. Lo
hizo, en declaraciones públicas, cuando la británica Selina
Scott se permitió arremeter contra los españoles por las
corridas, y la Reina replicó inquiriendo sobre la caza del
zorro.
Volviendo a las críticas a esa ausencia de los cosos, el
argumento de que "tiene que acompañar" al Rey, por
obligación, me parece enormemente débil. No suele estar junto
a él, por ejemplo, cuando asiste a maniobras militares, y
nadie, por supuesto, ve en ello que exista un rechazo hacia lo
castrense.
Por otro lado, y para entender mejor las cosas, hay que explicar
que en la familia real, es decir, los Reyes, el Príncipe y las
Infantas, existe un auténtico "reparto de trabajos",
en dependencia de las funciones, características y papeles de
cada uno, y también -¿por qué no decirlo?- de gustos y
aficiones. Si se puede compaginar gusto y deber, mejor que
mejor. Es lo que se está haciendo.
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