Por
si no lo leyeron, dejemos que lo vuelva a contar ella misma, con
su lenguaje desgarrado y lleno de sentimientos, tal como se lo
relató en estas páginas a Juan Miguel Vega el otro día:
"Mi gran devoción es el Gran Poder, pero estoy muy
enfadada con El. Cuando me quedé embarazada de mi tercer hijo,
los médicos me dijeron que el niño podría tener algún
problema por mi RH negativo. Le prometí al Señor que si nacía
bien se llamaría como El. Nació bien y le puse de nombre
Jesús. Egoístamente, pensé que por eso iba a estar protegido,
pero mi hijo murió el 1 de enero del 2000 con sólo veinticinco
años. Le pregunté al Gran Poder por qué me hizo esa putada y
me dije que nunca más volvería a verlo. Pero me he comprado
una casita en la calle Eslava y ahora lo tengo enfrente. Le
digo:
--Anda, hijo, voy a tener que verte por narices...
Ya he ido dos veces y creo que estamos empezando a
perdonarnos."
¿Quién cuenta esta historia con tal desgarradora fuerza
dramática sobre la putada que le hizo el Gran Poder? Es Concha
Pino, la vidente. Aunque su oficio sea adivinar el futuro, en su
devoción adivina el pasado constante de las relaciones de los
sevillanos con el Gran Poder. Ninguna otra advocación de Cristo
es tan humana como el Señor de San Lorenzo. Basta irse por la
basílica, cualquier tarde, y pegar la oreja. La gente, más que
rezarle, le habla al Gran Poder, le pide cosas. Porque sabe
quizá que es la más humana de las personas divinas. En un
besamanos de Domingo de Ramos, en la cercanía del Señor, yo he
oído cómo las mujeres se dirigen a Él llamándole siempre
Hijo, nunca Padre, cómo le cogen las manos maternalmente. Y
hablándole de tú, naturalmente. De tú a tú. Porque el Señor
de Sevilla es siempre uno de los nuestros.
Estas peleas con Alguien tan cercano no son nuevas, a poca
memoria de nuestras cosas que se tenga. Forman parte de las más
hermosas leyendas de Sevilla, que se siguen acuñando, en
escritura automática de Bécquer en su propio barrio. A Concha
Pino le ha pasado como aquel sevillano que fue a pedirle un día
y otro al Gran Poder por la vida de su hijo y que cuando murió
su ser querido, acudió enfurecido a San Lorenzo para decirle:
-- Que sepas que no vengo más a verte. Si me quieres ver,
vas a tener Tú que ir a mi casa...
Y fue aquel traslado del Gran Poder hasta un barrio alejado,
en la Misión General de Sevilla, aquella noche que de golpe se
abrieron los cielos y se puso a llover si tenía que llover,
cuando los hermanos que llevaban la imagen del Señor en
parihuelas buscaron refugio en un portalón que cerrado vieron y
a cuyas puertas llamaron. Quien vivía en aquella casa era
precisamente aquel hombre que también se enfadó con el Señor
por la muerte de su hijo. Bajó al oír la llamada y las voces,
abrió la puerta y se encontró con que el Señor se había
presentado en su casa. Aquel amigo con quien se enfadó y a
quien retó en la visita.
Siempre acaban bien estas humanísimas riñas con el Gran
Poder. No sé de nadie a quien el Señor le haya retirado
definitivamente el saludo, por más que aparentemente, en su
poderío divino, nos haya hecho alguna faena, como se le queja
Concha Pino. Seguramente los teólogos, que no saben ni papa de
las cosas del Hijo de la Macarena, no pueden explicarse estas
peleas a lo divino. Pero enfadarse con el Señor de Sevilla,
reñirle, pedirle cuentas, echarle en cara lo que ha dejado de
hacer, como ese amigo cierto de las horas inciertas al que le
exigimos que nos eche un cable cuando estamos asfixiados, es la
mejor forma de proclamar su Gran Poder.
Sobre el Gran Poder, en El Recuadro:
Las manos del Gran Poder
Domingo del
Gran Poder
Armaos en San
Lorenzo
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