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Pitillera literaria para Juan José Padilla, por su brindis en
una portátil
El
pueblo está de feria. Por las esquinas, las pinturas
fosforescentes de los carteles del circo anuncian tigres blancos
y mujeres barbudas en forma de hombres metidos dentro de una
botella. Pasan caballistas soñando Sevillas, Rocíos y rayas
reales con el chafarrinón de sus chaquetillas rojas, vestidos
de cualquier manera. El aburrimiento de los puestos del turrón
no tiene ni moscas. Lejos, donde los cacharritos, la música
tecno de los altavoces de siete mil millones de watios contempla
cómo asciende al cielo el vértigo del tirachinas.
Un año más, en el alfoz del pueblo, han plantado la plaza
portátil de toros. ¿La han plantado o siempre está ahí,
esperando cada año estos días de la feria, de la procesión de
la Patrona, de los trajes de flamenca? Un coche con un altavoz
ha recorrido el pueblo poniendo por las esquinas de su cartel
hablado. Suena al fondo un pasodoble para que el anuncio de la
corrida se distinga de la llegada al pueblo del tapicero de la
furgoneta. En el hotel nuevo de la circunvalación están ya los
furgones de los toreros, largos y altos como uvis móviles del
miedo, con sus cristales opacos para las almohadas del sueño en
duermevela de Nimes a Algeciras.
La banda ha llegado en un autobús y está bajando sus
trombones. Ya han colocado los puestos de almohadillas de
plástico en mesas de campimplaya. Un camión de ganado ha
descargado ya el tiro de mulas y los caballos de pica. Traen
petos remendados y amarrados con cordeles de sisal. Unos
monosabios de blusa roja y zapatillas de deportes los montan en
este ejido triste de la portátil. Allí está la ambulancia que
ha llegado de la capital y que hace de enfermería. Y aquí
vienen, borrachos, los compadres que sacan su entrada de
solanera en esta taquilla como de cine de verano.
Se van llenando los alrededores de la plaza. Sus gradas
tienen mucho de circo sin lona, que tuviera por carpa el sol de
la tarde. Botas de vinazo y bolsas de merienda. En el camión de
ganado, los seis toros esperan los clarines. Todo es metálico
en este triste, portátil ruedo ibérico. El olivo es de chapa.
De chapa oxidada son los burladeros. Pero todos están
contentos, como esperando sangre, en la tarde de vino y de
solazo. Ya están los capotes sobre la barrera, aunque el
callejón es tan estrecho que apenas hay sitio para fundones y
esportones. Llega el concejal, de traje azul marino, y se pone
en la presidencia, con una vieja bandera de España por
colgadura. Ahí están ya también los toreros. Han llegado en
los furgones, con los mozospás repartiendo retratos de
propaganda. Se les ve ahora en el abierto portón de cuadrillas
que da directamente al descampado, fuera de la plaza. Los
banderilleros echan el cigarrillo del miedo. El descampado donde
antes ponían las eras es ahora capilla y patio de caballos. El
desolladero, ese camión con grúa que alzará las reses muertas
a estoque, como en un cartel antitaurino. Suena ya la música,
la gente aplaude desde sus tambaleantes gradas de maderas
prensadas y empieza el paseíllo por el brevísimo ruedo de
polvareda. Los tres toreros son figuras. Han estado en Sevilla,
en Valencia, van a estar en Jerez y en San Isidro. Pero hoy
están aquí, en esta tarde triste de portátil, en este pueblo
lejano, Dios sabe por qué dinero, para sumar corridas en la
larga temporada de España. No han saludado aún a la
presidencia, en el chimpún del triste paseo, cuando el borracho
grita destempladamente desde el vinazo de su bota:
-- ¡Arrímate!
En la tristeza de chapas oxidadas de la portátil, los
toreros siguen arrimando el pundonor de su oficio a la triste,
desconocida, perenne España profunda de Solana.
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