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Iba
a caballo muy bien plantado. No es lo mismo ir sentado en una
silla vaquera, en lo alto de un caballo, que ir a caballo. Ir a
caballo es una forma de ir por la vida como otra cualquiera; de
ahí que la caballerosidad nos quede como un ideal de estilo y
de comportamiento, aun en este tiempo de infantería. Digo que
iba a caballo bien plantado, con una reciedumbre de hombría
campera que se olía a siete leguas. Me fijé por vez primera en
unas fotos de las carretas de Triana en el camino del Rocío. La
hermandad iba llegando al Puente del Ajolí, y dando los honores
del estribo a la Princesa Doña Esperanza, el hermano mayor
trianero, perfectamente vestido de rociero de siempre, iba a
caballo como de libro, de aquellos libros de grabados del arte
de la jineta que tenía en su casa del Patio de Banderas el
bibliófilo don Luis Toro Buiza. En las fotos de aquel reportaje
rociero salían caballistas a docenas, pero un solo jinete
vaquero andaluz: el que iba dando honores a Doña Esperanza y
Don Pedro.
Luego, en una inauguración de
la Feria del Toro, tras un discurso de Poli Maza
bajo aquel foco que ahora comprendemos que era el foquito de la
muerte que decía El Beni, salieron una mañana los jinetes del
espectáculo campero. Caballos marismeños, jacas jerezanas,
tordos rodados de la campiña. Jinetes del campo andaluz,
haciendo las faenas de las ganaderías, la garrocha de majagua,
la ramita de acubeche que hace correr al toro tras la cola de un
caballo que da el arreón y parada. Y allí estaba otra vez la
estampa campera de nuestro personaje. Destacando por lo bien
plantado que iba. Donde era mucho más difícil destacar, frente
a medio Jerez y a media campiña de Sevilla. No pasaba como
cuando el camino rociero de los que nunca se han visto en otra,
puestos en lo alto de un caballo y llevando el sombrero y la
guayabera de aquella manera.
No sé si han adivinado a estas
alturas del galope literario por la memoria que estoy hablando
de Ignacio Sánchez-Ibargüen, cuyo nombre he visto ahora en los
papeles como próximo pregonero de caballos y enganches, en
vísperas de Feria. Lo hará muy bien. Porque lo hará como
cuando va a caballo, todo verdad. El caballo da muy buena
literatura, y ahí están para quien lo dude las novelas de don
Manuel Halcón, jinete del ruedo sin olivos de la marisma de
Lebrija. O ahí están los libros de don Alvaro Domecq, que si
bien plumeado está el del toro bravo, el de sus memorias de
setenta años a caballo es un prodigio de literatura. O ahí
está el último pregón de enganches y caballos, donde la
escritura de Luis
Ramos Paúl aún resuena entre cencerros, esquilones y
cascabeles de la marisma de Los Palacios. No he leído nada
escrito por nuestro jinete, por Ignacio Sánchez Ibargüen y
Benjumea. Pero sé que bordará el pregón de los caballos, por
cómo me ha hablado del silencio en su cortijo de La Rana o por
cómo he visto el horizonte del campo en esa señal de la
solanera que el sombrero deja en la limpia frente de estos
últimos patricios de las villas romanas de la Bética. Tan de
campo, tan recio, tan de una pieza es Ignacio Sánchez-Ibargüen,
que yo no sabía ni que era conde. No va por la vida echando por
delante con la corona de las nueve perlas, sino con las riendas
del temple en la mano. Y un día hablando de Villalón,
pregunté:
-- Oye, por cierto, el título
de conde de Miraflores de los Angeles que tenía Fernando
Villalón, ¿quién lo lleva ahora?
Me dijeron:
-- Ignacio Sánchez Ibargüen...
No podía ser otro. Ya está:
Ignacio me deslumbraba tanto porque es un jinete de su
antepasado Villalón al que, encima, ni se le parte el palo ni
aquel torito berrendo le mata el caballo.
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