ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO

El Mundo de Andalucía, jueves 13 de marzo del 2003


                

Almanaque del gozo 

Don Antonio nació en la Puertalarená, en la calle Varflora. Don Antonio no hizo en su vida otra cosa que lo que muchos sevillanos: hartarse de trabajar; para que luego digan que somos unos flojos que no la doblamos. Don Antonio, como tantos sevillanos de su generación de hambre y de corral, dejó la escuela antes de cumplir los diez años y empezó a trabajar en un oficio que ha desaparecido: botones. Para muestra del esfuerzo de aquellos hombres, basta el botón de este botones, que como algunos llegó a director de su empresa. Que en los años sesenta de la España del desarrollo lo trasladó a Madrid. Allí se integró en aquel grupo que comandaban Manuel Díez-Crespo y José María del Rey Caballero y que una vez al mes se reunía a almorzar y a evocar Sevilla a los pies de un cuadro de la Virgen de los Reyes. Se llamaban a sí mismos Sevillanos en Madrid. Y un sevillano en Sevilla, que sufría a Sevilla en sus carnes, el profesor Enrique Sánchez Pedrote (traduzco para los olvidos locales: el padrino de pila de Carlos Colón), una vez que comentábamos las reuniones de estos sevillanos en Madrid, me dijo con toda la guasa de poeta que tenía en su seriedad profesoral de la Historia:

-- Pues estos sevillanos deben de ver la Giralda divinamente desde la Cibeles, porque mucho acordarse de Sevilla, pero ninguno se vuelve aquí a tragar quina...

El Don Antonio de nuestra historia, el sevillano de Madrid, una vez jubilado le hizo caso por fin al difunto Sánchez Pedrote y se compró un apartamento frente por frente a la iglesia de San Vicente y pasa ahora sus ocios entre su piso del barrio de Salamanca y este partidito de aquella plaza donde en los duales barrocos Sevilla le puso de nombre Las Penas a sus gozos de ruán del Lunes Santo. Aquí pasa el otoño, aquí las Pascuas, aquí viene como un rito cada Semana Santa. Menos este año. Don Antonio ha llegado ya. Me llamó la otra mañana:

-- Niño, que sepas que ya estoy aquí. Así que si tienes un rato de lugar, a ver si nos tomamos un café tranquilitos en el Hotel Inglaterra y charlamos.

-- ¿Pero ya has llegado para la Semana Santa?

-- Para la Semana Santa, no: para el azahar. Tengo todavía cosas que resolver en Madrid antes del Domingo de Ramos, y me tengo que volver otra vez, así que solamente voy a estar unos días. Es que, mira, como he visto que la Semana Santa cae tan alta, si vengo en la fecha de todos los años me voy a perder el azahar. Me ha pasado otras veces con la Semana Santa alta. Y da un coraje llegar y ver que ya no hay flores en los naranjos, con estas calores que se vienen de golpe... Total, como no tengo ya dieciséis años precisamente y no me quedan muchos azahares que digamos, este año no estoy dispuesto a perderme este espectáculo, que no sabes cómo se echa de menos cuando no se vive aquí. Y, mira, al azahar de aquí de la plaza parece que le han dicho que venía a verlo: tiene unas ganas de brotar el pobrecito para que lo huela mi mujer... ¡Cómo están los naranjos de botones blancos, y si sabré yo de botones, niño...!

¿Qué tiene este tiempo de la ciudad, que como brujos de su magia andamos todos adivinando sus signos? Don Antonio toma como almanaque del gozo su azahar de San Vicente, que le ofrece cada año a su mujer como un nuevo ramo de novia, y yo le regalo a la mía todos los años la contemplación de las flores color capote de los árboles del amor de la Plaza de América. El árbol del amor ya ha florecido, con ese color capote de las ramas que sólo con tres verónicas y la media nos dejan en suerte la suerte de este tiempo en que al atardecer ya se oyen vencejos recitando la vieja declinación de la luz nueva de la tarde.

                

 

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