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Llevaba
en su apellido tantas consonantes y haches intercaladas que era
imposible escribirlo sin faltas de ortografía. Para evitar
problemas, Hohenlohe se pronunciaba en malagueño de Marbella
como El Príncipe Alfonso. Que era como el nombre antiguo del
barco de guerra de un grabado en casa de un anticuario de Río
Real. El Príncipe Alfonso era como un húsar de paisano.
Completamente austrohúngaro. Remotamente centroeuropeo. Su
estampa pedía caballos, landós, espejos dorados, salones,
escaleras de mármol, castillos a la orilla del Rhin y selvas
negras, como los ojos de una de las siete u ocho mil mujeres que
amó con intensidad.
Lo conocí en Marbella, cuando
Marbella era Marbella. Marbella Club. Así se llamaba su hotel,
con sus heráldicos leones campeando en las inmensas sábanas de
baño con grifería de plata. Con las esculturas románticas
perdidas por los campos de césped. Con sus buganvillas. Estaba
la otra tarde en Marbella, cuando morían el sol del invierno y
el Príncipe Alfonso, pero las buganvillas no me dieron la
noticia para que saboreara, como él, los lentos, elegantes,
apasionantes atardeceres, cuando la luz se pone detrás de la
Sierra Blanca. Siempre asocié a Alfonso con sus buganvillas de
las blancas tapias de las casitas del Marbella Club. Un día le
elogié la singularidad de sus colores: el ladrillo tostado, el
fucsia cardenalicio, el amarillo vuelta de capote. Me lo contó
en el bar del Don Pepe, cuando el Don Pepe era aún el Don Pepe,
sin talonarios de Bancotel ni asesinatos del proyecto de
Eleuterio Población a manos del yerno arquitecto de Escarré.
Hohenlohe me reveló el secreto de sus buganvillas de Marbella.
Las había traído de Kenia. Un hombre que viene de Kenia con
las buganvillas puestas, pensando en hacer más hermoso y
refinado un trozo de nuestra tierra andaluza no es un promotor
turístico o inmobiliario, no es un hotelero. Es un poeta.
Alfonso de Hohenlohe escribió un poema, no sé si en alemán o
en inglés, para que se entendiera en todo el mundo, y le puso
de nombre Marbella. No inventó Marbella como se ha dicho.
Levantó de la nada la mitología de un poema. Un poema con
buganvillas, con sillones de teca en los jardines de césped,
con blancos toldos sobre piscinas de turquesas. Como buen poeta,
le leyó sus versos a los amigos de Alemania, de Estados Unidos,
de Inglaterra. Así fue que todos vinieron a vivir la
delectación de la belleza. Hasta al microclima de Sierra Blanca
le dio Alfonso poesía. No he oído a ningún meteorólogo
hablar del clima de un lugar con el apasionamiento con que
Hohenlohe te hablaba de las excelencias del invierno al pie de
Sierra Blanca, de los vientos de la mar en el verano, de cómo
en aquella maravilla florecían todo el año sus buganvillas.
Estaban en Marbella la otra
tarde muriendo al mismo tiempo el sol de la Costa y Alfonso de
Hohenlohe. Contemplaba el portento inmenso de La Cañada y al
tiempo que me maravillaba, miraba al fondo la mar malagueña
para convencerme de que no estaba en Los Angeles ni en Miami,
sino en Andalucía. Iba luego por la Nacional 342 y ante tantos
hoteles de todas las estrellas, tantos restaurantes, tantas
tiendas de decoración, tantas exquisiteces insólitas, creía
que transitaba por el Strip de Las Vegas o por Vía Monte
Napoleone de Milán. Marbella fue como aquel Tánger literario
de Paul Bowles del que vino directamente Pepito Carlenton para
abrir El Cenador. Dicen que esta Marbella ya no es Marbella, que
ha pasado de la jet a Viajes Halcón, de Gunilla a la Pantoja,
de Jaime de Mora a Dinio, del bridge de Omar Shariff a los
autobuses del Imserso, de las suites del Marbella Club al
apartotel con desayuno incluido. Quienes tal dicen es que no han
hablado con las buganvillas. Hoy corto una buganvilla y en su
color leo en su memoria el poema que escribió Alfonso. Le puso
de nombre Marbella.
Sobre Alfonso de Hohenlohe y
Marbella, en El Recuadro:
Ole, ole, Hohenlohe
Alfonso de Hohenlohe, o Sanlúcar vs. Marbella
Rodrigo Bocanegra, el arcipreste del bikini
Don Pepe Meliá en el Meliá Don Pepe
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