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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Un maletín jubilado

 

HUBO UNA ÉPOCA DE LA historia reciente, de la más triste historia reciente, a la que se dio en llamar "la España de los maletines". El inicial maletín portador de documentos del ejecutivo, de los que se llenaron los aeropuertos en los años del desarrollo, devino luego en lamentable contenedor de fajos de billetes, negros de color por su origen y malolientes por los destinos corruptos con que solían emplearse. Fue el final de la mitología del maletín como símbolo de triunfo social.

Antes, en los aeropuertos, por los despachos de dirección de los bancos, por los ministerios, veías a un señor con un maletín y te parecía de consejero delegado para arriba por lo menos, importantísimo, influyentísimo. Ahora ves a quien lo porta y todo lo más llega eso tan difuso que ahora se conoce como "un comercial", que es un vendedor, representante o agente colegiado de toda la vida, más o menos cualificado. Pero si ves entrar a alguien con un maletín en una sucursal de un banco del Campo de Gibraltar, de la costa gallega de la droga, de momento tienes que sospechar, y después, ya veremos. De símbolo del ejecutivo, el maletín ha pasado a ser indicio racional del criminalidad en materia de blanqueo de dinero o de corrupción. Ni siquiera pueden darse los ejecutivillos activillos importancia por las salas de espera de los aeropuertos y especialmente del Puente Aéreo de Barajas o del Prat. Ay, aquellos en que los ejecutivos presumían de maletín, cuando todos sabíamos que no llevaban dentro documento crucial de la empresa alguno, sino el pijama, un cepillo de dientes, un peine, la maquina eléctrica de afeitar y una muda de ropa limpia para pasar la noche en Madrid o Barcelona.

Tan mala fama tiene el maletín, que a un viejo compañero del colegio de los jesuitas, que tengo por pionero de su uso, que le vi un Samsonite de superficie dura y gris, allá por los años 70, me lo encontré el otro día en el Ave con una cartera de piel. No una cartera de piel ministerial, negra y reluciente, sino una cartera colegial. Una cartera de piel como la que llevábamos al colegio con los cuadernos, los libros de texto y el diccionario de latín. Con sus compartimentos interiores, con su cierre como de solapa con su cerradura y su llavecita, con su asa también de material. Me extrañó que mi antiguo compañero, consejero de no sé cuántas empresas y presidente de alguna que otra, estuviera instalado en la modernidad de sus negocios con algo tan antiguo como una colegial cartera de piel, de color marrón. Mi extrañeza quedó zanjada en el punto en que, viendo los ojos con que le miraba la cartera, me dijo:

--- Mira, sí, he decidido volver a esta cartera como las que usábamos en el colegio. Antes, que ahora los niños usan en el colegio esas espantosas mochilas con ruedas que parecen amas de casa que vienen de hacer la compra en el supermercado de la esquina. ¿Y sabes por qué he vuelto a esta cartera de piel? Pues porque como por mi trabajo tengo que ir frecuentemente a Suiza, casi todos los meses, no veas las caras que tenía que contemplar, las bromas, de los amigos o compañeros que me veían embarcar para el vuelo de Ginebra con un maletín en la mano. Te lo puedes imaginar: "¿Qué, a evadir dinero a Suiza, no?" ¿Y cómo los convencías de que la central de una de las empresas que me da de comer, poco, pero me da, está en Ginebra, y que tenía allí un consejo de dirección? "Sí, sí, un consejo..." me decían siempre, mirando con su risita mi maletín, vamos como si yo fuera poco menos que el correo de los zares de la corrupción y las cuentas en la banca suiza. Así que como no estaba dispuesto a más bromas e indirectas sobre evasiones de capital, me compré esta cartera que ves. Ha sido mano de santo. Incluso viajo a Ginebra mucho más que antes, pero ya nadie que me ve en Barajas o en el Prat me gasta la bromita del dinero B a Suiza dentro del maletín. Hasta ese punto está identificada la idea de corrupción con la del maletín. Tengo visto y demostrado que coges un avión de la Swissair con una cartera de piel como las del colegio y no pasa nada. Todo lo más que puede pasar es que te encuentres a Antonio Burgos y le des hecho un artículo, como me parece que te estoy viendo en los ojos que se te han puesto escuchándome. Pero, anda, que como te vean embarcar con un maletín, lo que largan de ti por esas boquitas... Los testaferros de los corruptos de la cultura del pelotazo son unos monjes de Silos al lado de lo que dicen de ti si te ven salir camino de Ginebra con un maletín en la mano..

Y aparte de todas estas consideraciones éticas y morales en elogio de la cartera que mi amigo me hacía, quedan las superiores y para mí decisivas: las estéticas: el hermoso, antiguo, olor a cuero y a guarnicionería. Tengo que decir en descargo de mi amigo que su cartera de documentos olía a cuero de verdad. No como las nuestras del colegio, que eran de badana forrada con una especie de guata gris, que salía a la superficie en cuanto le pegábamos dos porrazos peleándonos a carterazo limpio, con lo que dolían, con todo el peso del diccionario Spes de Latín y del libro de Lengua de Guillermo Díaz Plaja dentro... Cuando me abrió su cartera para mostrarme como un tesoro perdido y hallado, me vino de golpe la memoria al olor del cuero que hemos perdido. El olor a cuero de las trinchas del correaje de soldado en el campamento. El olor a cuero que tenía la tienda del talabartero del pueblo. El olor a cuero de aquellas botas de becerro que nos compraban para que duraran más de un curso. Hay olores nobles. El cuero es un olor noble. Gracias al noble olor del cuero, mi amigo el que viaja tanto a Suiza ahora con la cartera de piel se ha librado de la mala fama de evasor de capitales que iba tomando entre sus amistades. Un cartera de cuero, con ese delicioso olor antiguo de la piel, no es posible que contenga el hedor de la corrupción como esa bolsa hermética de basura que es al fin y al cabo el maletín del ejecutivo.

 

(Publicado el domingo 30 de enero del 2000)


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