Todos los grandes poetas andaluces tienen una
deuda con la prosa que en algún momento de su vida acaban
saldando con creces, escribiendo libros definitivos. A veces
desde la emigración, desde el destierro, desde Madrid o desde
Londres, desde Michigan o desde Georgia, es como si cantaran por
Juanito Valderrama: "Tengo que hacer un prosario..." Unos saldan
la deuda en la juventud, otros en la madurez. Mas no hay gran
poeta andaluz sin gran libro de prosa. Prosarios a los que hay
que acudir para conocer las claves vitales, anímicas,
sentimentales de estos autores, casi su poética. Iba a decir que
la saga comienza con las "Leyendas" de Bécquer, pero no siendo
autor de la devoción de Manuel Mantero, la haré arrancar en su
padre y maestro, el liróforo celeste, Rubén Darío, andaluz del
otro lado de la mar. En las prosas por ahora olvidadas de "Azul"
encontramos al mejor Rubén. En "Platero", al mejor Juan Ramón.
En "Los años irreparables", al mejor Montesinos. En "Discurso de
las cofradías" o en "Sevilla del buen recuerdo", al mejor Laffón.
En "Pueblo lejano", al mejor Joaquín Romero. En "Las cosas del
campo", al mejor José Antonio Muñoz Rojas. En "Los encuentros",
al mejor Vicente Aleixandre. Y por supuesto que en "Ocnos" al
mejor Cernuda. Y por el contrario, en muchos otros poetas
echamos en falta este prosario. Y nos lo imaginamos. Yo me
imagino el prosario que hubiera escrito Juan Sierra,
desperdigado en unos textos de prensa donde todavía palpamos el
tacto del esparto o escuchamos el crujido del Calvario, como
oímos la saeta de Manuel Torre en su inolvidable poema. Yo me
imagino el prosario imposible de Fernando Villalón, que no es la
"Taurofilia racial", sino el apócrifo que le escribió su sobrino
Manolito Halcón. Yo me imagino el prosario imposible de Adriano
del Valle, que quizá nos quede en su retrato vestido de
mercedario.
Niego, por tanto, de entrada la menor del
subtítulo del prosario con que el viejo amigo Manuel Mantero nos
ha honrado, a nosotros pidiéndonos que se lo presentáramos en su
tierra y a todos sus lectores escribiéndolo. Ese subtítulo
pretende aclarar que "Había una ventana de colores" es un libro
de "Memorias y desmemorias". De ninguna de las maneras. Es el
gran prosario que, cumpliendo la contabilidad de los grandes
autores andaluces de esta y de la otra orilla del Atlántico, nos
debía Manuel Mantero. Este gran poeta ya tiene en su haber el
gran prosario que nos debía en la contabilidad celeste del cielo
de Murillo, sí, Mantero es murillesco más que velazqueño, ¿pasa
algo?
Tenemos que agradecer a Manuel Mantero este
prosario por cuento nos pone en pie, en las claves de su poesía,
nuestra propia vida. Nuestro tiempo. Nuestras mentalidades.
Nuestros miedos. Nuestras esperanzas. Libro apasionado que
necesariamente apasiona. Libro sorprendente que necesariamente
sorprende. Libro con tan bella prosa que sólo podía escribirlo
un poeta como Manuel Mantero. La verdadera "Misa solemne" de
Manuel Mantero no fue aquella de los tiempos del postconcilio
que escandalizaba a las señoras de su familia que iban a
confesarse con el padre Patero. La verdadera misa mayor y
solemne, pero de tres capas y con pino de primera clase en las
campanas de la torre tan fuerte y recia por cuyo presunta
feminidad nos hace dudar, es ésta. Con el introito de la
infancia, las lecturas del día de Rubén y de Juan Ramón, el
ofertorio del colegio de Villasís, el prefacio de los Salesianos
de Utrera, la consagración de la vida, del amor, de la fuerza de
la palabra en todo su ritual.
Hablamos de este libro en el Hotel Inglaterra,
que fue cuartel general del Tercio de Requetés Virgen de los
Reyes, y donde quizá el padre de Manuel Mantero y Sáenz vino a
rezar ante el cadáver en capilla ardiente un pobre muchacho con
boina roja y camisa caqui muerto por las ametralladoras de las
Brigadas Internacionales en Castro del Río, en Porcuna, en el
frente de Lopera y cubierto ahora por la blanca bandera de la
cruz de Borgoña. Digo Manuel Mantero y Sáenz, y me acuerdo del
cardenal Pedro Segura y Sáenz, ante el que nuestro poeta leyó
sus primeros versos infantiles, arzobispo de aquella Sevilla
intolerante e intolerable, de sequías y de restricciones, a la
que Manuel Mantero aplica la deliciosa absolución de la memoria,
sin tomarse venganzas, sin ajustar cuentas quien pudiera
meterlas en el ábaco de las ingratitudes, en el que la ciudad
sigue estando en números rojos con Mantero, y más después de
este prosario.
El prosario del bueno de Manuel Mantero me ha
hecho pensar que quizá lo conociera antes de aquellos días de la
cátedra de don Francisco López Estrada en el cernudiano patio de
pilistras de la Facultad de Letras que se había mudado, con la
Universidad toda, a la Fabrica de Tabacos. Entonces Manuel
Mantero iba por nuestra Facultad a recoger a Julia Uceda, quizá
para ir a la imprenta donde estaban componiendo los números de
la revista poética "Rocío", aquel Rocío sin río Quema que los
quemaba en extrañas juventudes tras las que quedaban mariposas
en ceniza.
Quizá conociera antes a Manuel Mantero, antes
que Mantero fuera para mí Mantero, antes que yo fuera Antonio
Burgos. Quizá me lo encontré, sin saberlo, en la tienda de ropa
hecha de su tío Pepe Mesa en la Alcaicería de la Loza, con
aquellos alquitranados capotes de agua que colgaban en la puerta
y que cuando empezaba a despuntar la primavera competían con los
primeros capirotes. Era el signo del invierno de los capotes de
Pepe Mesa que se iba y la primavera de los capirotes que
llegaba. Yo iba por casa de Pepe Mesa, el padre de mis
compañeros de colegio de la Doctrina Cristiana, Pepe y de
Eustaquio, de Magdalena y de Trini, la que se casaría con Luis
Uruñuela, y no sabía yo entonces que quizá aquel primo de los
Mesa, ya casi con pantalón largo, que también aparecía por allí
era Manolo Mantero. Sanluqueño de San Eustaquio como los Mesa
por parte de madre, niño como nosotros en una Sevilla de
tranvías y miedos del infierno.
Toda aquella ciudad que buscamos con la
lámpara común la he hallado y se me ha puesto de pronto en pie
en este prosario, con olores, con sabores, con tacto, con luz,
con sol, con lluvia, con riadas, con mendigos, con tontos, con
bandaranes, con noches del baratillo, con Pelsmaeker, con curas
francisquitos, con paseos por la avenida, con Club la Rábida,
con Pepi Sánchez, con Bergamín tomando café en la Punta del
Diamante, con un Cernuda desconocido, que desde el México de su
muerte pregunta a un profesor americano residente en Sevilla si
siguen friendo pescado en la Puertalarenal, como a mí me lo
preguntaron en París un día los exiliados comunistas que habían
sido compañeros de Pepe Díaz y de Barneto en aquel muelle de
vapores a Sanlúcar y embarques de bocoyes de aceitunas para
Inglaterra.
La ciudad y un hondo sabor de pueblo,
familiar, la Higuera de la Sierra de su padre, la Sanlúcar la
Mayor de su madre, que es ya la Cárcava definitiva de sus tumbas
en el cementerio, al otro lado de la carretera. La ciudad y el
poeta. Si por ese horizonte de Sanlúcar el prosario de Mantero
linda a la aljarafeña con "Pueblo lejano", en los recuerdos del
niño triste y solo en la ciudad de las azoteas y los sueños
linda con "Ocnos", pero más a la sevillana aun, sin odio y sin
desprecio. Con el mismo amor con que otro poeta cantaba a lo que
se pierde. Si apasionados son los pasajes en que Mantero
recuerda situaciones, personajes, colegios, facultades, bares,
poetas, libros, amigos, apasionantes son estos breves insertos
poéticos, la nostalgia a caño libre de las aguas del Guadiamar o
de los estanques del Parque.
Un día Gregorio Prieto, al que le pasó como a
mí en la Alcaicería de Pepe Mesa, se encontró con el muchacho
Manolo Mantero sin saber que ya era Manuel Mantero y dibujó su
perfil. Le puso de título a aquel retrato una sola palabra:
"Andaluz". Bingo. Eso es, y por los cuatro costados, por el
Aljarafe y por los Alcores, por la Vega y por la Marisma, este
sevillano. Este libro no podía haberlo escrito más que quien
siente como Mantero a Andalucía. No de ahora, en que ser andaluz
profesional es un oficio bastante rentable, sino cuando era un
riesgo, en Madrid, frente a la poesía social, frente al realismo
social, frente al cacicazgo de "Ínsula", frente a la dictadura
catalana de las antologías de los Castellet y los Gil de Biedma,
frente al fervor prosaico de José Angel Valiente, valiente
ángel, o del estalinista y protoetarra Gabriel Celaya.
Mantero es un viejo liberal andaluz,
monárquico del Don Juan de Borbón de Estoril, que siempre ha
ejercido de cuanto es, de lo que Gregorio Prieto adivinó.
Hacerlo ahora no tiene mérito. Cuando tenía mérito era cuando lo
hacía Mantero, en aquel Madrid de los años sesenta que evoca el
prosario, el de Cultura Hispánica con la Tertulia de Rafael
Montesinos y las copas posteriores en la taberna de "El Quinto
Toro", con el impoluto Gerardo Diego y Manrique de Lara y García
Nieto en el Gijón, con Juan José Cuadros y Eladio Cabañeros por
los bares de la calle de la Ballesta donde Rafael de León había
dejado de guardia al acordeonista de "Tatuaje". Mantero también
me ha puesto en pie aquel Madrid, que yo viví en sus misma
militancia poética y en su misma pensión, en la pensión Luengo
del número 33 de la entonces avenida de José Antonio, pero ya
Gran Vía, donde Delia, la gobernanta que se enamoraba de los
andaluces que iban vestidos de soldados de la Brigada Obrera y
Topográfica, parecía un retrato de eterna solterona de los que
al lado, en el número 31 de la Gran Vía, tenía expuestos la
galería de fotógrafo del marido de Concha Lagos, donde Pepe
Hierro era el lama sin túnica anaranjada de la revista "Ágora".
Mantero se había ido a Madrid a trabajar en la
cátedra de Derecho de Ruiz Giménez. Es decir, que podía haber
presumido ahora más que nadie de democracia cristiana y de
derechos humanos. Y de Andalucía. Cuando la veleta de la poesía
señalaba al norte de Gabriel Celaya y la poesía social, y cuando
Elena Martín Vivaldi, Rafael Guillén y Pepe Ladrón de Guevara la
querían orientar al Sur desde Granada, Mantero cogió aquel su
abrigo de pasar frío en Madrid y se fue a proclamar andalucismo
poético a la Corte. Había dejado aquí Rocío, una revista poética
de los taifas del cincuenta y tantos, que dice Ruiz Copete,
fundada con Julia Uceda, la de la carita de muñeca china. Se
llevaba toda la Sevilla honda y seria de los que no entraban por
uvas. Dejaba su casa de la calle Federico Rubio, junto al
Instituto Británico, cuando nadie sabía siquiera que existía
Luis Cernuda y que había vivido allí al lado, en la calle Aire.
Recuerdo a aquel Mantero peleándose con los poetas de Madrid por
culpa de Andalucía. Plantándole cara a Celaya y a sus ofensas a
la poesía andaluza en su "Rapsodia euskera".
Harto de los madriles y de las Españas sin
libertades, cuando Franco hizo a Don Juan Carlos príncipe de
España y no de Merimèe ni de Asturias, aquel monárquico juanista,
aquel poeta andaluz se fue de profesor de Literatura Española a
Estados Unidos. Primero al frío de Michigan; luego a las calores
sureñas de Georgia. Al paisaje de "Lo que el viento se llevó" le
puso Manuel lo que le traía el viento, que era una España a la
que tenía puesto el nombre de Andalucía y la cara de Sevilla.
Sabíamos que allí había seguido escribiendo,
estudiando, pensando en Sevilla. Sabíamos que allí completó una
ambiciosa obra poética y la recopiló toda en "Como llama en el
diamante". Que allí escribió novelas como Estiércol de león. Que
allí crecieron sus hijos y se casaron con americanas y que allí,
cada primavera, sigue añorando la Semana Santa, una túnica de
nazareno de la cofradía del Amor que vedados amores le hubiera
dado a una muchacha con el caramelo que les entregó. La cofradía
del silencio de la cultura oficial y real de Sevilla lo tuvo
condenando al olvido. Podía haberse trabajado como nadie el
cuento de que era, como fue realmente, un exiliado de la
dictadura de Franco. Su amor a la verdad y su vergüenza, bienes
escasos en nuestros días, se lo impidió. Ahora tenemos la
certeza de todo lo que suponíamos. Que allí en los Estados
Unidos, donde le nació un hijo sin carne al que llamó libertad,
nunca dejó de pensar en su tierra, como otro Rafael Montesinos
con Nieves en vez de Marisa, con calle Manuel Rojas Marcos en
lugar de Santa Clara, pero con el mismo Villasís, la misma luz,
el mismo color de la nostalgia.
Podía extenderme en miles de hallazgos y
aciertos del libro, y no renunciaré finalmente a resaltar
algunos. Manuel Mantero fue el primero que llegó con una
bicicleta a Umbrete. Manolo Mantero estableció en Madrid, con
Mariano Roldán, la Orden de la Meada, a la que sólo ingresaba
quienes se miccionaran en las franquistas paredes de la
Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, hoy el que
más calienta en la Comunidad de Madrid. Manolo Mantero conoció
al cervantino barbero Espina que le leía El Quijote a su perro.
Manolo Mantero enterró en su jardín de Georgia a su gato
rejoneador de otros gatos, al que había amaestrado como jinete
sobre los lomos de un perro, vamos, ni los Hermanos Peralta en
versión felina. Manolo Mantero es un sevillano raro, raro, raro,
al que le pegaba más ser sevillista que bético hasta el alma,
que no se entusiasma con Bécquer ni con Velázquez. Al que no le
dio la gana de enviar a Luis Cernuda un ejemplar de su primer
libro de versos, que se encontró al cabo del tiempo en un molino
de Sanlúcar dentro de su sobre, con las señas de México puestas,
pero sin echar a correos. Que redactó una Constitución del
Carlismo con Pepe Acedo y con Paco Elías de Tejada. Que vio cómo
el dicho Paco Elías de Tejada, director de su tesis sobre
Leopardi, le entregaba una foto de Sofía Loren desnuda al
meapilas de Ruiz Jiménez, que sabemos además que era mala gente
y falso, que le prometió a Manolo que iba a hacer todo lo
posible por asistir a su homenaje de la tertulia de Montesinos
por su premio nacional de Literatura y se encontró al volver al
recoger un paraguas olvidado y una falsedad inolvidable con que
el tío había roto la verdiblanca tarjeta de invitación en la
misma sala de profesores de la Complutense donde minutos antes
se la había entregado. Que en la calle del Infierno de la Feria
de Sevilla pagó el peaje en una barraca para tocarle el culo a
Rocío la Galana. Que en los tesos días de la independencia
marroquina se salvó en Larache de ser apiolado o ser puesto
mirando hacia la Meca por una primera edición del terrorismo
islámico, cuando unos moros zarrapastrosos que cercado lo tenían
se retiraron cuando este sevillano adivinó su propia futura
biografía y les gritó en inglés chapurreado: "Mí american, mi
american".
Como hallazgos rubenianos perfectos nos
encontramos en sus descripciones y retratos. Dice que las
acedías son como "zapatos viejos arrojados por el mar". Dice de
La Molesta, aquella mariquita azúcar de Sanlúcar, que "fatigaba
los espejos de tanto mirarse". Ole. Dice de Florencio Quintero
que tenía "tipo de gitano antiguo". Dice que Ramón Charlo, que
era pá Echarlo, andaba por Sevilla "con capa y con paso lento de
arzobispo". Dice de Bandarán que estaba "amojamado". Dice de un
toro de Pablo Romero que se encontraron encampanado cerca de
Sanlúcar que el cárdeno era "monarca absoluto de su paz al
mediodía". Ole. Que la cabeza de don Ramón Carande era "de aire
belmontino". Que Antonio Bienvenida le sacó de apuros cuando
andaba de poeta completamente tieso en Madrid. Que el único
cargo público que ha ocupado en su vida fue el de jefe de filas
como dignidad de los jesuitas en Villasís.
Podía hablar de cómo en un párrafo desmonta a
Bécquer o cómo en dos reivindica a Julio Mariscal Montes. Como
evoca a Antonio Gala en la Universidad de Sevilla o a Antoñito
Cofradías cobrando por las tiendas su real semanal de la
sociedad "La Gloria de España".
Pero debo terminar, cerrar mi ventana en
blanco y negro de tinta de periódico sobre esta otra mágica
ventana de colores de mediopunto cubano que teñían de sueños las
manos de aquel niño sevillano. Cuenta Mantero entre las hazañas
de Joaquín Romero Murube que la vez primera que el general
Franco vino de pernocta al Alcázar, le fue enseñando salón por
salón, columna por columna, surtidor por surtidor, jazmín por
jazmín el esplendor antiguo de todos aquellos palacios. "Le
enseñó despacio todo el Alcázar --dice Mantero-- y Franco no
decía nada. Romero Murube estaba desesperado, acompañaba a un
autómata. Al terminar el recorrido el general miró fijamente a
Romero Murube y le preguntó:
-- Dígame, Romero, ¿cuántas ventanas tiene el
Alcázar?
El potro se quedó de una pieza. Le contestó
con una cifra que creía aproximada. Franco puso mala cara y
dijo:
-- Cuando yo dirigía la Academia Militar de
Zaragoza sabía el número exacto de sus ventanas."
Afortunadamente ya no hay generales que
pregunten a los poetas cuántas ventanas tiene el Alcázar de la
memoria y de los sentimientos. Podemos ahora en libertad
preguntar cuántas ventanas tiene Sevilla. Cuántas ventanas tiene
Andalucía. Cuántas ventanas tiene España. Cuántas ventanas
tienen el mundo, la vida, los sueños. Y podemos en libertad
responder con el número exacto de ventanas. Una sola ventana. La
"Ventana de colores" que ha abierto Manuel Mantero en el
esplendoroso Alcázar de los grandes prosarios que los grandes
poetas andaluces acaban escribiendo como quien salda una deuda
con la memoria.
Muchas gracias