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Días
de Bienal del Flamenco. También podría haber una Bienal de
Correa de Arauxo, con Enrique Ayarra de alto Copete, o una
Bienal de Joaquín Turina, con guión de Carlos Colón. Pero
entonces Sevilla no sería Sevilla. Y en la Bienal, reluce más
que el sol el día de la ascensión del magisterio de Chano
Lobato. Merecido lo tiene. Nos pasamos media vida evocando a
Pericón, al Beni o a ese Servicio Andaluz de Salud de la Gracia
cuya lista de espera forman Aurelio el Tuerto, Caracol el del
Bulto y el Cojo Peroche, y no valoramos la Caleta de gracia y el
Guadalquivir de arte que tenemos en Sevilla, vivo y coleando:
Chano. Conoció Lobato el Cádiz de los flamencos en coches de
caballo camino de La Privadilla o la Sevilla del cuadro flamenco
del Patio Andaluz del Duque, junto a los pollos de Simago. Allí
cursó su Master en Embustes, que empieza por su propio nombre.
No es ni Chano ni Lobato: es Juan Ramírez Sarabia. Corriendo
mundos cantando atrás alcanzó la madurez de una gracia narrativa
popular única. Si no conocen a Chano, aparte de comprarse sus
discos (vamos a escuchar la herencia del Mellizo), hagan una de
estas dos cosas, o ambas: óiganlo, junto a Matilde Coral, en el
programa «El Público» de Jesús Vigorra, en Canal Sur Radio; y
lean el libro «Chano Lobato, Memorias de Cádiz», de Juan José
Téllez, obra fundamental para conocer nuestra tierra, que a
pesar de ola de bienales y Festivales de las Minas que nos
invade ha sido lamentablemente silenciada.
Allí cuenta Chano los mil y un embustes de su realismo mágico.
La novela, ¿qué es, sino un largo embuste, una ficción? Narra
dos historias de Ignacio Espeleta perfectas. Cuando le preguntó
García Lorca en qué trabajaba, Ignacio respondió con toda
dignidad: «Yo soy de Cádiz». Ole. Y como era de Cádiz, no le
consideraba ningún mérito a la hazaña del aviador Ramón Franco,
que cruzó el Atlántico en un aeroplano de aquéllos. Otra
historia perfecta de Chano. Le dieron un homenaje a Ramón Franco
en Cádiz, y en los discursos hicieron que Ignacio Espeleta se
levantara a hablar. Y dijo: «Ramón Franco no tiene ningún mérito
con lo del aeroplano sin gasolina. Mérito, el de mi compadre
Agustín el Melu, que llevó el otro día andando 617 gallinas
desde Cádiz hasta La Isla y no se le perdió ni una por el
camino».
Chano trajo andando las 617 gallinas del arte de Cádiz hasta
Sevilla y no se le perdió ni una por el camino. Trajo las
gallinas de la fusión, la confusión, la infusión de manzanilla
(de Sanlúcar) o como se llame el actual flamenco con sifón. Esto
de meter hasta la guía de teléfonos a compás lo inventó hace
mucho tiempo El Chaqueta. Chano, en el fondo, se burla de todos
y dice que él va a hacer un montaje flamenco de Hamlet. Hamlet
con cierre centralizado y elevalunas eléctrico, por descontado.
Lo que ahora premian con un Grammy en El Cigala lo hacía Chano
hace siete mil millones de años. En el camino del cante «El
arriero va» porque él puso sobrado de compás a Atahualpa
Yupanqui cuando nada de esto estaba de
moda. Le pasa a Chano como a Juanito Valderrama, otro precursor
de innovaciones, cuyo anunciado homenaje nunca hizo la Bienal:
nada, hijos, dejadlo para otro año en que Don Juan vuelva a
morirse. Si Valderrama hubiera metido no digo ya a piano de Bebu
Valdés, sino a guitarra de Niño Ricardo las «Lágrimas Negras» de
Miguel Matamoros, en vez de darle el Grammy, los pontífices de
la flamencología que decían que prostituía los cantes lo habrían
fusilado antes del amanecer. Suele ocurrirles a los precursores.
Mientras oigo una placa de Vallejo cantando el «Manolo Reyes» de
Rafael de León, pienso que no hay nada más nuevo que el viejo
flamenco. Y viceversa.
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