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ERAN
esas horas en que la madrugada aún no ha roto, pero ya hay
nazarenos negros camino del Silencio. Veníamos con Manuel Díez
Crespo por O´Donnell, tras ver entrar en San Pablo a la única
cofradía de capa que no es de capa, con un Cristo descendido
entre varones del Aero y de Pineda y una Virgen sin lágrimas.
Las lágrimas las traíamos en el corazón. Eran las de los armaos.
Un año más habíamos confirmado en San Lorenzo que las legiones
de Roma son duramente derrotadas por El Que Cura Hasta Los
Resfriados. Llegábamos a la esquina de San Acasio, donde las
alfombras de Iñiguez. El Valle pasaba de vuelta. Venían los
espejitos como un salón de Versalles. Mas el verdadero Versalles
de los ritos cofradieros venía detrás. Cada año, en aquella
esquina, al llegar el Nazareno y la Verónica, siempre ocurría.
El fiscal de paso decía algo al capataz, arriaban los cuatro
zancos. Y ese fiscal, elegante, ceremonioso, solemne, se ponía a
mi altura, se volvía en tres cuartos de perfil de su túnica
morada, daba con el palermo un seco golpe en tierra como de
alabarda en escalera de Palacio y me hacía la antigua
inclinación de cabeza cogiéndose el capirote, como el diputado
de cruz de las fotografías sepias pide la venia a Don Alfonso y
a Doña Victoria en unos palcos de corneta del Brigada Rafael.
Cuando Díez Crespo contempló la escena me dijo:
-Niño, así no saludaban ni al Rey Sol en Versalles...¿Quién es
ese nazareno tan señor?
-No lo sé, Manolo, ni lo quiero saber. A lo mejor es Sevilla...
A los niños siempre hay un cruel compañero de colegio que los
acaba picardeando y les dice que los Reyes Magos son los padres.
En materia de ilusión cofradiera, a mi me picardeó Antonio
Silva. Me dijo que aquel fiscal de paso del Valle era O´Kean. No
estaba equivocado en el pálpito que le adelanté a Díez Crespo.
Al fin y al cabo, el alfayate sobrino de su venerada Victoria
Kent era Sevilla. Anda y que te ondulen, Antonio Silva, que me
quitaste la magia del fiscal versallesco. Pero me diste luego la
posibilidad de que me lo confirmara la ancha sonrisa liberal del
maestro, en su sastrería de la Plaza Nueva. Entre azules
chaquetas Teba y verdes gabanes Loden, O´Kean le daba a su
sastrería la inconfundible delicadeza del rosa Valle. El maestro
era un caballero de esa Maestranza que está en San Ildefonso y
que tiene por Patrona no a la Virgen del Rosario, sino a la de
los Reyes, y al San Fernando que cogió aguja e hilo para hacerle
una compostura en su manto cuando la toma de Sevilla. Con su
impecable traje cruzado Príncipe de Gales, el maestro O´Kean
estaba allí tras el mostrador, con ese toisón de oro de su
grandeza gremial que los sastres se ponen al cuello y que es la
amarilla cinta del metro.
A comienzos del verano, a la orilla del río de su Club Náutico,
en una fiesta jordana, me lo encontré por última vez. Para mí
era el sobrino del mejor maestro que tuvo el alfayate del farol
de la cruz de guía del Señor. En su mirada había siempre como un
lamento porque se hubiera roto el sortilegio mágico del rito
versallesco en la noche de la marcha de Gómez Zarzuela por la
esquina del antiguo Kursaal. No se preocupe, usted, maestro. Yo
ahora tomo emprestado su palermo de fiscal del Valle y con él
doy un seco golpe en tierra, en memoria y honor de la
caballerosidad y señorío del maestro O´Kean. No se lo doy yo. Se
lo da Sevilla. A esta hora ya habrá usted comprobado
personalmente si al Señor de Sevilla le tira un poquito la sisa
de la túnica que le cortó Pepe Cañete y si es rosa el llanto de
la Virgen del Valle.
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