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Me
ha dicho la luna que es una paloma brava que abrazó mundos
enteros con los vientos de sus alas. Como una ola. Pero no una
ola cualquiera. Una ola de la mar de Chipiona que besa con su
espuma los bajos de Salmedina, por Zalabar, para poner más alto
el faro de la Niña de los Peines, a fin de que alumbre a los
vapores y no se pierdan los barcos ni el paso de la Virgen de
Regla, que cuando llega ante su casa la mañana septembrina de
vendimia de moscatel y olor a lagar antiguo sabe que allí sigue
estando la niña que le cantaba el «Salve, Madre» en el coro de
la parroquia.
Es un rojo, rojo clavel, un clavel tan encendío que hasta al
fuego lo quema cuando, oro y plata, sangre y sol, el gentío y el
clamor la escucha preguntarse qué no daría por empezar de nuevo
a pasear la arena de la playa. Pues te lo diré, niña guapa de
Chipiona: darías otra vez un beso en forma de quejido del mar
cuando el sol se mete en nuestra Caleta para dejar su moneda de
oro en la alcancía del horizonte. En estas tierras fenicias de
la bahía, con un filósofo griego de la mano, Picoco mismo, o El
Choni, se puede uno bañar dos veces en el mismo río y pasear mil
veces por las mismas arenas de la misma playa. La Virgen de
Regla, tu Yemayá cristiana y negra, suele hacer estos milagros.
Que tú estás preguntando qué no darías por empezar de nuevo y
por pasear la arena de esa playa, cuando de pronto te encuentras
paseando por ella de la mano de José. Y allí, mire usted por
dónde, señora, quien estaba era, amante amigo, amor amigo,
Ortega Cano en la arena, canela fina. La yerbabuena cómo
trasmina amores, familia, hijos, nietos, serenidad, alegría.
Arte. La yerbabuena y el nopal. Y el flamboyán. Y la viña de
aquel pueblo donde una niña que cantaba en el coro de la
parroquia quería ser artista.
Es de luna blanca y señora, siempre señora. La más grande, desde
luego. Pero también la más honda. La más larga. La más completa,
de Pastora Pavón a Mahalia Jackson, de Pastora Imperio a Edit
Piaf, y tiro porque me toca, porque nos toca saber que es un
prodigio de compás, sobrada; que tiene en la garganta una
fábrica de caramelos de malvavisco. Y si es en el corazón, ay,
en el corazón, amigo, amor. Como ella ama a su gente, a su
pueblo andaluz, a su tierra, nadie las amará.
Rocío se encuentra ahora, como cada noche de auditorio de
Azabache o de Teatro Pemán de Cádiz, exactamente en el punto de
partida. El tango, tarango y tango del zaratán le ha dado una
corná con sus cinco toritos negros. Pero ahí está, nunca es
tarde para vivir, señora: otra vez en la arena de la playa,
dispuesta a la lucha, lucha, lucha, hermana, en la batalla de
nuestra hora, porque la está ayudando a caminar su Dios, que la
conoce de sobra y es paisano, porque es exactamente el Hijo de
la Virgen de Regla. Que le quiten lo cantao a Rocío. Que puede,
que ha podido, que va a poder con el maldito zaratán del tango,
tarango y tango, como pudo Cristina Hoyos. Como pueden y han
podido y podrán tantas y tantas mujeres. Venga, Rocío, te cambio
tu tristeza del otro día, cuando hablamos por teléfono, por una
guaracha nueva, como la que diste ayer a España entera con el
ejemplo de tus ganas de vivir. Tu primo Manolito dirá que vas a
Houston y eso de Houston, ¿qué es?; total, lo mismo que el
ambulatorio de Chipiona, sólo que más lejos, pero hablando como
los americanos de la base de donde te sacaban las rebequitas de
náilon cuando querías ser artista. Venga, Rocío, déjala correr.
A la tristeza. Que hoy sí que es el día de la bulería. Nunca se
rompen ni la vida ni el amor de tanto usarlos. Venga, niña,
poderío. Siempre es el día de la bulería.
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