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Hay
algo peor que el miedo: no tenerlo, temerariamente. Hay algo
peor que la violencia: tomarla como algo habitual, aceptarla
como quien se resigna a la cíclica rebelión de la Naturaleza,
los terremotos o los ríos desbordadados. He visto esta
resignación sideral en muchachas de Secundaria, cuando sus
padres comentan la violencia que las pobres tienen que padecer.
Cuando van con las amigas los fines de semana y pandillas de
otras chavalas las asaltan, les quitan los móviles y el dinero
que llevan para el cine o la discoteca, o les roban las prendas
de marca que visten. La que viste de Tommy Hilfiger va diciendo
atracadme.
-¿Asaltos a niñas por niñas? ¿Pandillas de niñas navajeras?
-Pues sí, pandis de niñas canis que asaltan a las pijas. Esperan
que salgan de la discoteca para cercarlas y decirles: «Tía, dame
el móvil, y ese bolso tan chulo también me lo vas a dar, con
todo lo que lleves»...
La violencia de niños contra niños, los pandilleros de las
barriadas marginales asaltando chavales de los barrios
residenciales, no es nada nuevo. Juan Manuel Serrano, el jefe de
fotografía de ABC de Sevilla, es para mí Serranito. Casi lo vi
nacer. En los pisos de la Prensa en Nervión era íntimo amigo de
Fernando mi hijo. Un día, cuando tenía como unos ocho o nueve
años, llegó Fernando llorando.
-¿Qué te pasa, hijo?
-Que iba con Serranito, han llegado unos niños choris y nos han
atracado...
-¿Y a ti qué te han quitado?
-No, a mí no me han quitado nada...
-¿Por qué lloras entonces?
-Porque Serranito tenía una chupa de cuero taco chula y se la
han robado, y a mí, como no me queréis comprar una cazadora
porque decís que es muy cara, no me han querido robar nada.
Fernando lloraba no porque los hubieran asaltado, sino por no
haber merecido el atraco de los navajeritos. Él y Serranito
aceptaban aquello del robo con violencia de la bicicleta o de la
chupa como lo más normal. Como ahora las chavalas. En la
escalada de la violencia, será quizá por la igualdad de sexos,
ahora son niñas choris, niñas navajeras, las que atacan a las
colegialas de las Irlandesas, de los Legionarios, de la Compañía
de María. Y lo aceptan con igual resignación. Los padres se
indignan, se alarman, piensan en la denuncia, en la protesta.
Ellas, nacidas en este ambiente callejero de agresividad,
expuestas a todos los peligros, se han hecho las pobres su
caparazón. Aceptan como normal lo inaceptable y delictivo.
Contaba una madre a una muchacha de catorce años las cuitas de
su hija. La asaltaron al salir de una discoteca juvenil. Unas
navajeras le quitaron el móvil y el dinero. Y lo que se le
ocurrió decir a la chavala que oía la terrible historia fue:
-¿Y por qué salió de la discoteca sola con la otra amiga?
Nosotras esperamos a salir todas juntas, porque sabemos que
están allí las canis esperándonos...
Lo decía con toda naturalidad. Aceptando con resignación esta
violencia juvenil inaceptable. Y, a su vez, la muchacha narraba
otra historia como normal:
-Pues unos niños amigos nuestros fueron el otro día al cine, y
cuando tenían sacadas las entradas, se les acercaron unos canis
con navaja, y les dijeron que les dieran las entradas, y el
dinero de la vuelta.
-¿Y qué hicieron?
-¿Pues qué iban a hacer? ¡Dárselas! ¿Tú no ves que, si no, los
pueden herir con las navajas y encima los roban?
Y todo esto, contado con la mayor frialdad, sin alterarse. Como
si fuera con otros, no con ellos. Es lo que más me inquieta. Hay
toda una generación para la que la violencia es un hecho natural
que todo lo más hay que aceptar con resignación.
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